La movilidad urbana se relaciona con otras problemáticas como la pérdida de espacios naturales o verdes, la contaminación del aire, el acceso desigual al espacio público, la discriminación o la violencia en los trayectos de movilidad de las mujeres y disidencias sexo–genéricas, los siniestros viales que ponen en riesgo la vida de las personas, o la mala planeación urbana que afecta el derecho a la vivienda.
Los textos de este número plantean un modelo de ciudad justo, a partir de una visión sistemática de la movilidad. Las y los autores incluyen la perspectiva de género, el cuidado de la vida y la sustentabilidad pero, sobre todo, colocan a las personas y al medio ambiente en el centro.
La cultura de paz apuesta por mirar los conflictos de una forma completamente diferente: sin ignorar las violencias, centrarse en los esfuerzos de reconciliación, perdón y solidaridad; reconstruir a los gobiernos y al estado desde una perspectiva incluyente, y establecer un orden social que ponga por delante a los derechos.
Desde esta mirada narramos algunas experiencias que parecen rendir primeros frutos, pero también incluimos algunas preguntas sobre el enorme reto que significa esta apuesta en la difícil situación del país. Historia tras historia y voz tras voz, la esperanza se asoma y convoca a quienes vivimos en México a considerarla como una auténtica posibilidad.
Elsa Ivette Jiménez Valdez / profesora de asignatura en la Ibero Puebla
Aportes feministas para enfrentar las violencias y construir paz en México
Para construir la paz hay que situarnos en la realidad concreta que experimentamos. Como feministas, esto nos impele a estudiar las formas y magnitudes de la violencia social presentes en México, para posicionarnos en relación con las políticas adoptadas para enfrentar esta situación y a las acciones de las mujeres para encaminar la paz.
Desde que la violencia social se disparó en 2006 se han generado cambios en el entramado social que afectan las formas como se estructura y ejerce el poder en el territorio nacional. En este contexto los feminicidios, transfeminicidios y delitos sexuales se han incrementado exponencialmente, adquiriendo nuevos matices e intensidades.
Esta situación ha impulsado que las feministas desarrollen reflexiones orientadas a comprender los orígenes, las dinámicas y los usos de las violencias y que elaboren propuestas para su prevención y erradicación. Enunciaremos tres de sus contribuciones para promover entornos libres de violencias en el país.
Rechazo al militarismo. Los feminismos han repudiado la estrategia de seguridad basada en la militarización. Esto se debe, como explica la periodista Dawn Marie Paley,[1] a que esta política ignora las redes de complicidad que existen entre los cuerpos policiales, la milicia, la delincuencia organizada y la clase política, así como las formas en las que la violencia social e institucional se articulan para sostener procesos de despojo y acumulación en favor del capital transnacional.
Este rechazo también se debe a que las milicias —igual que los cárteles que manejan la droga y otras actividades ilícitas de alto nivel— se fundamentan en estructuras de carácter patriarcal. Son organizaciones corporativas que promueven formas de obediencia incondicional, sustentadas en jerarquías de prestigio y redes de complicidad asociadas a la exhibición de la capacidad de someter y dominar.
Rita Segato[2] afirma que este tipo de instituciones promueven la producción de subjetividades masculinas asociadas a la guerra y la crueldad, que se sostienen en la desidentificación y el sometimiento de las mujeres y lo femenino y que, además, son nodales para expropiar valor y sostener la dominación.
Superación del punitivismo. Desde el feminismo también se critican las medidas punitivistas porque establecen culturas de control, criminalización institucional y encarcelamiento masivo que acentúan relaciones de vigilancia y deterioran los tejidos sociales al sembrar temor y aislamiento. Angela Davis denuncia que estas lógicas se emplean para excluir y disciplinar a poblaciones discriminadas.
En México distinguimos que, como resultado de la adopción de este enfoque, ha aumentado el encarcelamiento de jóvenes y mujeres pobres acusados de delitos menores sin que repercuta en la disminución de los índices de violencia. Por el contrario, estos procesos afectan a las mujeres porque derivan en ellas los costos emocionales, de salud y económicos asociados a tener familiares encarcelados, como señala la académica Catalina Pérez Correa.[3]
Solidaridad con los procesos de procuración de justicia y cuidado de la vida encabezados y sostenidos por mujeres. La violencia produce desmovilización social, pero también oculta la guerra de contrainsurgencia que se dirige contra los sectores más movilizados. En este entorno los colectivos y organizaciones comprometidos con el sostenimiento de la vida sufren criminalización y amenazas. Por ello los feminismos visibilizan los esfuerzos encabezados por mujeres para procurar justicia con sus propios medios, así como las tareas y los vínculos que tejen para sostener la vida desde la cotidianidad, en medio de la precariedad, violencias y embates neoliberales. Así lo muestra la cineasta salvadoreña Tatiana Huezo[4] en las multipremiadas películas Tempestad y Noche de fuego.
En suma, los feminismos ponen en evidencia que los paradigmas hegemónicos, tanto en la academia como en los ámbitos legislativos y de políticas públicas, tienen un cariz patriarcal que reproduce dinámicas de confrontación que son, además, adversos a lo femenino y a las mujeres. Problematizamos también los vínculos existentes entre el reforzamiento del patriarcado y el acaparamiento capitalista, que se revelan nítidamente en su devenir neoliberal. Con ello desafiamos la lectura victimista impuesta sobre las mujeres en estos contextos, iluminando la importancia de sus aportes, propuestas y creaciones para sostener la vida y construir futuros mejores.
[1] Paley, D. M. (2020). Guerra neoliberal. Desaparición y búsqueda en el norte de México. Libertad bajo Palabra.
[2] Segato, R. (2018). Contra–pedagogías de la crueldad. Prometeo; Segato, R. (2016). La guerra contra las mujeres. Traficantes de sueños.
Isabella Jiménez Robles / estudiantes de la Licenciatura en Periodismo y Comunicación Pública del ITESO
El experto Jacobo Dayán, director del Centro Cultural Universitario Tlatelolco en la Ciudad de México, opina que el paso indispensable antes de la paz es transformar la situación de violencia del país, pero no ve voluntad política para lograrlo.
“En un país prácticamente en guerra, resulta irrelevante hablar de cultura de paz”, dice Jacobo Dayán (Twitter: @dayan_jacobo), director del Centro Cultural Universitario Tlatelolco, experto en justicia transicional, macrocriminalidad y derechos humanos. Su argumento es que, mientras México no tenga un estado de derecho, hablar de cultura de paz “me parece no nada más utópico, sino innecesario”. Es tan absurdo como lo sería en Ucrania, explica en entrevista: “Ese discurso no puede florecer mientras sigamos militarizando, negando las masacres; si sigue habiendo un fenómeno de desaparición, tortura, impunidad y falta de oportunidades”.
¿Por qué es importante meter a la cultura de paz en las conversaciones en México?
Primero, me parece que hay una confusión sobre qué se entiende por cultura de paz. En un país que se encuentra prácticamente en guerra resulta relevante hablar de eso, pero lo que tenemos en el discurso público es una sobresimplificación: cultura de paz no es entregar violines o flautas a menores de edad. Lo que tenemos es un ambiente de guerra, una polarización desde la más alta tribuna, que genera tensión, encono, enfrentamiento; tenemos una falta de estado de derecho y un entorno en donde incluso utilizamos un lenguaje bélico: lucha contra las drogas, lucha contra el narcotráfico, lucha contra el crimen organizado. La cultura de paz tendría que estar sustentada en mínimos sociales que el estado debería garantizar; difícilmente se hablará de cultura de paz en un entorno de balazos, de presencia militar en las calles, de falta de oportunidades.
Claro, la respuesta oficial siempre es la más simple: “Estamos haciendo actividades culturales, ya creamos una biblioteca pública a la mitad de una zona de horror”. Eso no va a generar una cultura de paz. Lo que se necesita es una convocatoria desde la más alta esfera a la discusión pública, a la pluralidad, y a escucharnos […]. No sé si ha faltado presión social o simplemente nuestra clase política se niega a ese diálogo.
¿Por qué piensas que se niega?
Me parece que esa es la madre de todas las batallas. En México la clase política pretende mantener el control de la narrativa, y lo que vemos es que, no importa quién gobierne, las respuestas son las mismas: ante la inseguridad, militarización; ante la impunidad, más impunidad; ante la falta de verdad, más olvido y cierre a la discusión pública.
Desde que este gobierno ganó la elección el mensaje fue “no, no necesitamos intermediarios, nosotros dialogamos directamente con el pueblo”. No hay diálogo con la comunidad cultural, con la científica, con las universidades, incluso con las iglesias. Una vez reducida la violencia, la discusión se tiene que seguir haciendo desde todos los actores sociales, pero sin el estado es prácticamente imposible […]. Hay que empujar a la más alta esfera para encontrar las pequeñas ventanas donde se abra esa posibilidad de diálogo medianamente sincero.
DOS REFERENTES PARA MÉXICO
Jacobo Dayán señala como referentes para México los diálogos que se han realizado en Colombia, a través de su Comisión de la Verdad, y en Argentina, en los procesos de reparación después de la dictadura. Incluso si “no sabemos si van a resultar”, afirma, son los ejemplos que tenemos de espacios de pluralidad y reflexión.
La cultura de paz, opina el excoordinador académico de la Cátedra Nelson Mandela de Derechos Humanos de la Universidad Nacional Autónoma de México, debería estar sustentada en la tolerancia, entendida desde la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura como el respeto y el aprecio por la diferencia. El país, por el contrario, se enfrenta a un ambiente de “encono público, descalificación y polarización”.
Jorge Atilano González, S.J. / Asistente del Sector Social del Gobierno de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús
El incremento de los homicidios en el año 2010 llevó a los jesuitas a conformar la primera comisión de paz para comprender la situación, hacer un inventario de las diferentes iniciativas y definir caminos para construir la paz.
En 2015 se realizó un estudio para identificar las causas estructurales y culturales de la violencia, en el que se señalaba que en las raíces está un proceso de fragmentación social generado por el aceleramiento del individualismo, el crecimiento de los conflictos sociales y una institucionalidad rebasada para atenderlos. De estas primeras conclusiones se creó el programa de reconstrucción del tejido social y una institución para instrumentarla: el Centro de Investigación y Acción Social Por la Paz, A.C.
En 2019, a partir de las experiencias realizadas en Michoacán, se construyó una metodología para fortalecer los referentes de identidad, los vínculos de confianza y cuidado, y las habilidades para construir acuerdos, la cual se titula “Pedagogía del Buen Convivir”. Una propuesta para trabajarla en la familia, la escuela, el barrio, el trabajo, las iglesias y los gobiernos locales.
En 2022, profundizando en las causas de la violencia, se observó que la clave en la reducción de delitos está en tener una policía municipal preparada para trabajar con la ciudadanía y una ciudadanía organizada de manera territorial dispuesta a trabajar con su policía. Esto llevó a construir el programa “Fortalecimiento de la Función Policial y su Vinculación con la Comunidad”.
Finalmente, el asesinato de los padres Joaquín Mora y Javier Campos en la sierra tarahumara llevó a unir los esfuerzos entre obispos, vida religiosa y jesuitas para lanzar la propuesta “Diálogos Sociales por la Paz”, que integra tres acciones: conversatorios por la paz, foros de justicia y seguridad, y diálogo nacional por la paz. Los conversatorios son espacios de diálogo en las parroquias sobre los problemas cotidianos que dañan la paz; los foros se realizarán en las universidades para conocer buenas prácticas de seguridad, justicia y reconstrucción del tejido social, y el diálogo nacional será un encuentro de procesos locales para elaborar una agenda nacional de paz.
El carisma de Ignacio de Loyola nos lleva a estar atentos a las necesidades y desafíos del mundo, construir métodos para atenderlos y generar conocimiento; todo esto, inspirado en un Jesús pobre y humilde.
Maya Viesca Lobatón / Académica del Centro de Promoción Cultural y coordinadora del Café Scientifique del ITESO
El 6 de agosto de 1945 cambió para gran parte de los habitantes del planeta la concepción de lo que un desarrollo tecnológico era capaz. La explosión de las bombas en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki no solo dio pie al fin de la segunda guerra mundial, sino también a la idea de que la producción de conocimiento científico y la ciudadanía podían desconocerse mutuamente.
Si bien la guerra siempre ha estado vinculada a la tecnología, la relación entre investigación científica y guerra quedó notablemente expuesta en la primera mitad del siglo XX con las dos guerras mundiales, y con ello se hizo evidente que en esta etapa de la historia no habría democracia ni paz posibles sin una estrecha relación entre la ciencia y la sociedad.
A partir de entonces, importantes proyectos de ciencia tuvieron una contraparte de comunicación que buscaba acercar a las personas comunes con los productores de conocimiento científico: los grandes museos de ciencia surgen en Estados Unidos a la par que la carrera espacial; el proyecto de la secuenciación del genoma humano destinó un porcentaje importante de su presupuesto para la comprensión y participación públicas sobre el tema, y uno de los proyectos más importantes para el conocimiento del origen del universo y las partículas elementales, el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear, nació con un área de comunicación integrada al proyecto científico.
Pero una relación entre la ciencia y la sociedad de cara a la construcción de un mundo en paz requiere de mucho más. ¿Cómo lograr que los distintos grupos sociales tengan agencia en materia de política científica y desarrollo tecnológico en un contexto donde el conocimiento es cada vez más especializado? ¿Cómo ser, como dicen Yurij Castelfranchi y María Eugenia Fazio,[1] una ciudadanía que “incorpora derechos, pero también responsabilidades, que reclama a las empresas y demanda políticas de regulación de los algoritmos que deciden lo que sabemos y cómo”?
En 2002 la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura declaró el 10 de noviembre como el Día Mundial de la Ciencia para la Paz y el Desarrollo, con el ánimo de insistir en el uso responsable de la ciencia para el beneficio de las sociedades, en especial para la extinción de la pobreza.
Estos grandes marcos de poco sirven si no hay científicos ciudadanos como la bióloga Rachel Carson, que enfrentó a las grandes empresas y logró frenar el uso de ddt y otros pesticidas en Estados Unidos, comenzando con ello el gran movimiento ambientalista; si los grandes avances en la antropología forense no están al servicio de la justicia y la búsqueda de los desaparecidos en nuestro país, como lo estuvieron para las Madres de la Plaza de Mayo tras la dictadura argentina; si las empresas farmacéuticas desoyen, como lo hicieron, los llamados de la Organización Mundial de la Salud para liberar el uso de las patentes y la producción de las vacunas contra el covid–19 y que se aplicaran en todos los países.
La ciencia será un recurso para la construcción de paz en la medida en que los ciudadanos dejemos de desconocerla y podamos articular vías de participación horizontales, éticas y que vean por el bien común.
Luis Alberto Gutiérrez García / consultor en modelos alternativos de deporte y deporte para la paz
Sigue fresco el recuerdo de la tarde del 5 de marzo de 2022, cuando aficionados de los equipos de futbol de los Gallos Blancos de Querétaro y del Atlas de Guadalajara se enfrentaron en una pelea campal que dejó 26 heridos y cuantiosos daños. Con experiencias de violencia como esa, ¿podemos hablar de cultura de paz en el deporte? Sí, y debemos hacerlo. Hay ejemplos de cómo el deporte ha sido clave en procesos de reconciliación, por lo que es imperativo quitarnos los “lentes violentos” y colocarnos los “pacíficos” para analizarlo.
Uno muy significativo fue el partido de futbol de la Navidad de 1914, en la Primera Guerra Mundial, cuando los soldados acordaron una tregua de varios días para jugar, pero también tratar a sus heridos, sepultar a sus fallecidos e indicar dónde estaban “sembradas” minas terrestres. John Cárdenas y Hernando Casallas comentan así la “tregua de Navidad”: “Este deporte ha permitido reencontrar en el campo de juego a los enemigos, convirtiendo momentáneamente los teatros de guerra en canchas que funcionan también como escenarios para la reconciliación”.[1]
“El término ‘conflicto’ proviene de la palabra latina conflictus, que quiere decir chocar, afligir, infligir; que conlleva a una confrontación o problema, lo cual implica una lucha, pelea o combate”.[2] El deporte es, en sí, conflicto: implica a partes que se confrontan por la victoria; sus intereses colisionan, sin más límites que los reglamentos.
EL MODELO CEFSI
El Centro de Educación Física y Salud Integral (CEFSI) del ITESO impulsa un modelo educativo propio con la cultura de paz como uno de sus pilares, basado en una metodología que busca que el atleta adquiera “responsabilidad personal y social” y se apropie de valores como el respeto, la reflexión, el cuidado de la persona, la colaboración y la conciencia del entorno.
Es famosa la frase atribuida a Vince Lombardi de que “ganar no es importante, es lo único”. Pero en el deporte podemos construir paz porque está diseñado para que en el colisionar de voluntades no nos dejemos seducir por el efímero rostro de la violencia. Ofrecer respeto, amistad y valoración al rival, cumplir con un reglamento y una autoridad, facilita mostrar esos valores en otros contextos. Elegimos resistir el impulso casi primitivo de ganar a toda costa: nos autorregulamos y resolvemos nuestros conflictos de manera justa.
Vicenc Fisas, premio español de Derechos Humanos de 1988, explica que “la cultura es, sobre todo, comportamiento cotidiano, que refleja la ‘forma de ser’ de cada cual, el resultado de sus percepciones y reflexiones”.[3] Podemos empezar por identificar y fomentar esos “comportamientos cotidianos”: dar la mano al contrario, agradecer a los árbitros, ofrecer disculpas por entradas agresivas, agradecer a los aficionados. Y, al tiempo, desterrar otras prácticas: los gritos homofóbicos, las agresiones intencionales, la no inclusión, las faltas de respeto, las conductas “antideportivas”.
La violencia siempre estará ahí y ofrecerá soluciones simples; optar por la paz implica mayor trabajo y cambiar de “lentes” para celebrar las “treguas de Navidad”, el cese de hostilidades, las constantes transformaciones pacíficas de los conflictos. Como se dice en el mundo deportivo, el balón está de nuestro lado, y nosotros, como sociedad, definimos para dónde lo despejamos.
Política nacional
En México hay instrumentos jurídicos como la Ley General de Cultura Física y Deporte, que en su artículo 13 destaca como principio del deporte nacional “fomentar actitudes solidarias, propiciar la cultura de paz, de la legalidad y la no violencia en cualquier tipo de sus manifestaciones”.[4]
Ejemplos múltiples
La historia del deporte mundial registra numerosos casos de cómo este escenario ha servido para fomentar la paz y la reconciliación:
El uso del rugby para superar la segregación racial en Sudáfrica, en el proceso de clausura del apartheid en 1995.[5]
El programa Goles por la Paz y el “partido por la paz” en Colombia.
El programa Ésperance en Ruanda.
Los esfuerzos para la unificación de Corea del Norte y Corea del Sur bajo una sola bandera en las Olimpiadas de Sidney 2000.
Los aportes del tenis de mesa en las relaciones diplomáticas entre China y Estados Unidos en 1971.
La carrera por la armonía mundial en Zambia.
El programa brasileño Futbol por Paz.
La contribución del deporte en los diálogos de reconstrucción de paz en Colombia en las épocas posconflicto.[6]
La propuesta del “Lauream pascis” de la Universidad de Nuevo León.[7]
La propuesta del gobierno de Jalisco de “recuperación de espacios para la paz”, cuyo eje central es el deporte.
[1] Cárdenas–González, J. & Casallas Torres, H. (2016). Del deporte colectivo al juego comunitario: fortalecimiento de las organizaciones comunitarias de jóvenes por medio de la práctica del fútbol. En Guzmán Ariza (comp.), Deporte, inclusión social y experiencias comunitarias en América Latina. Editorial Unillanos.
[2] Fuquen Alvarado, M. E. (1 de enero de 2003). Los conflictos y las formas alternativas de resolución. Tabula rasa. Revista de Humanidades, p. 266.
[3] Fisas, V. (mayo de 2011). Educar para una cultura de paz. Escuela de Cultura de Paz, p.8.
[4] Gobierno Federal Mexicano. Ley General de Cultura Física y Deporte. México 2013, p.6
[7] Cabello Tijerina, P. A. & Sierra García. L. G. (2016). Lauream pascis: una cultura de paz a través del deporte. Comunitaria, Revista Internacional de Trabajo Social y Ciencias Sociales, No. 11, pp. 141–155.
Citlalli del Carmen Santoyo Ramos / profesora del ITESO Jelem Naara Gómez Nery y Sofía Morales Orendain / estudiantes de la Licenciatura en Psicología del ITESO
Desde hace más de una década México vive una escalada de violencia producto sobre todo de la política criminal instrumentada desde el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa (2006–2012). Su táctica fue desarticular las células de crimen organizado, pero no solo esas células se multiplicaron, sino que sus formas de ejecución pasaron por el uso excesivo del sistema penal. El tiempo ha puesto en evidencia que este encarcelamiento masivo en realidad se dirige selectivamente a quienes ocupan rangos de menor jerarquía: hombres jóvenes, racializados y empobrecidos que se suman al crimen organizado voluntaria o coercitivamente, en un contexto de ausencia sistemática de estado de derecho, el cual en teoría debería garantizarles mejores oportunidades.
Las cárceles son ocupadas por los colectivos mayormente vulnerabilizados, estigmatizados y olvidados, que además suelen ser asociados como los perpetradores de violencia, justificando con ello su encierro; sin embargo, es menester recordar que en el entramado proceso de exclusión social la cárcel ha funcionado como un mecanismo de control, el cual es legitimado en el paradigma “resocializador”.
En este sentido, la educación para la paz tendría relevancia siguiendo la lógica de las ideologías “re”, propuestas por Eugenio Raúl Zaffaroni,[1] como rehabilitación, reinserción, resocialización o readaptación. Estas han tenido un gran impacto en la criminología por ser conceptos utópicos contraproducentes en el contexto de la pena privativa de libertad, ya que nacen de una idea de anormalidad patológica en el delincuente y se utilizan como necesidad de “curar” o “corregir”, lo cual justifica las penas carcelarias y que se lleven a cabo bajo el castigo.
Siendo conscientes de la ficción que esto representa, en el PAP “Incidencia en el sistema penitenciario” —uno de los Proyectos de Aplicación Profesional del ITESO, espacios destinados a la práctica de estudiantes por graduarse, pero sobre todo a la incidencia social desde la comunidad universitaria— se considera que la educación para la paz debería de impulsar acciones que en un primer momento conciban a las personas en cárcel como parte de la sociedad. Se trata de coconstruir junto con ellas herramientas y nuevas formas de relación, bajo modelos de reflexión, cuestionamiento y diálogo para sobrellevar el encierro.
De las personas que viven en prisión: • El 60% son menores de 40 años. • En 203 centros penitenciarios, el 94.3% son varones. • De los delitos por los que se les juzgó, un 32.7% fue por robo y un 30% por homicidio.
Fuente: Segunda Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad, 2021, del INEGI.
Buscar la paz en lugares etiquetados como violentos puede resultar complejo. La apuesta desde este PAP va más allá de ver la educación en contextos de encierro punitivo como una vía para lograr el objetivo de pacificación: la exploramos como una forma de deconstruir los efectos del poder punitivo que sufren las personas en prisión, como los procesos de deshumanización y deterioro subjetivo. Se busca reducir las condiciones de precarización y vulnerabilidad que han sufrido desde antes de ocupar las cárceles.
Apostar por la resolución pacífica de conflictos o un programa de cultura de paz en prisiones implica, pues, apostar por una sociedad menos punitiva y más reparadora.
[1] Zaffaroni. E. R. (2015). La filosofía del sistema penitenciario en el mundo contemporáneo. Trilce.
Ana Paula Carbonell / estudiante de la Licenciatura en Periodismo y Comunicación Pública del ITESO Estéfany Franco / estudiante de la Maestría en Comunicación de la Ciencia y la Cultura del ITESO Juan Pablo Hermosillo y Daniela Jiménez / profesores del ITESO
La construcción de paz es un proceso de transformación, dinámico y de largo aliento, en el cual el diálogo, la formación y la educación son herramientas catalizadoras y campos de acción fundamentales para lograr una realidad más justa y equitativa. En este sentido, el concepto de paz ya no se trata solamente de la ausencia de violencia, sino que está asociado a la justicia social, el desarrollo humano y la sustentabilidad.
La colonia conocida como Cerro del Cuatro se encuentra en San Pedro Tlaquepaque y colinda con los municipios de Guadalajara, Zapopan y Tonalá en el estado de Jalisco. Su historia, narrada por sus propios actores, está marcada por la lucha, la defensa de sus tierras, el acceso a servicios básicos, el reconocimiento de derechos fundamentales y la demanda por mejores condiciones de vida desde hace más de 40 años.
La Red de Centros Comunitarios del Cerro del Cuatro está conformada por tres centros en los cuales se ponen en marcha proyectos de intervención para niñas, niños y jóvenes. La gran apuesta es recuperar el sentido de comunidad y fortalecer el tejido social para la transformación de las condiciones de vida desde una perspectiva de paz que lidie con un contexto de riesgo y vulnerabilidad.
En los centros comunitarios, niños y niñas aprenden jugando. Actividades como ejercicios matemáticos, dibujo, canto, lecciones de inglés, talleres de cocina o entrenamientos de futbol, promueven valores como el trabajo en equipo, la colaboración, el reconocimiento y cuidado del otro, el sentido de pertenencia y la resolución de conflictos desde el diálogo y el respeto.
Impulsar una cultura de paz implica poner especial atención a la relación que los actores de la comunidad establecen entre sí; aprovechar los conflictos para mediar procesos de diálogo y reconciliación, ubicar las similitudes y diferencias entre individuos, conformación de subgrupos y disposición al trabajo colaborativo.
El gran desafío es que las actividades no sean una finalidad en sí mismas, sino que den pie a procesos de reflexión más profundos sobre habilidades y aprendizajes que ayuden a sembrar en los actores una “nueva” cultura de paz con una transformación de las condiciones de vida.
Los centros comunitarios son espacios donde niñas, niños y jóvenes se sienten seguros, escuchados y atendidos. Ahí interactúan con personas de distintas edades y reflexionan sobre lo que significa vivir en comunidad; comparten ideas, miedos, sueños y aspiraciones a largo plazo. Al terminar su taller se acompañan en el regreso a casa, se saludan en la escuela y se organizan para jugar en la calle. Es ahí donde está la consigna, en llevar a la calle y a casa lo que se trabaja en los centros. Es en esas interacciones cuando la acción comunitaria adquiere sentido y el apoyo mutuo favorece el que se den las condiciones para una conciencia de pertenencia.
“LO MÁS DIFÍCIL ES CREAR SENTIDO DE COMUNIDAD”
Los Proyectos de Aplicación Profesional del ITESO (PAP) que trabajan en conjunto con la Red de Centros Comunitarios del Cerro del Cuatro son “Cultura y transformación social: transformando la realidad a través de la cultura”, cuyo objetivo es contribuir en mejorar la calidad de vida en comunidades urbanas por medio de la acción participativa, y el PAP “Haciendo Barrio: construyamos con la gente”, enfocado en desarrollar proyectos de gestión sociourbana para mejorar el hábitat y las necesidades comunitarias, el cual recibió en 2019 la Medalla de oro por la Bienal Nacional de Arquitectura Mexicana.
Gerardo Cano, asesor de “Haciendo Barrio”, incentiva en sus estudiantes un trabajo cercano a los vecinos para promover el sentido de colectividad y comunidad, y subraya que la oportunidad que el PAP supone no es simplemente la de intervenir los espacios a escala de diseño o arquitectura.
“La idea es hacer estos ejercicios con diseño participativo. Como les digo a los estudiantes: lo más fácil es realizar planos o ver qué mobiliario o qué árbol ponemos en esta calle; lo más difícil es crear sentido de comunidad, que se ha abandonado en todos los sectores”, dice Cano.
La perspectiva de cultura de paz supone para el PAP y sus participantes que aborden la labor desde la gestión social del hábitat: aprovechar el trabajo de la Red de Centros Comunitarios del Cerro del Cuatro para ofrecerles colaboración, y no para intervenir en su trabajo. “No debemos estigmatizar”, subraya, al explicar que la gestión del hábitat puede tener el mismo valor en un barrio de altos ingresos económicos o en uno que tiene problemas de seguridad y calidad de servicios urbanos; “no podemos violentar: somos puente, no llegamos con una actitud de salvadores, sino con una actitud de gestionar y ver qué es lo que podemos hacer”.
Ambos proyectos desempeñan un papel fundamental en el proceso formativo de sus estudiantes, pues promueven una labor reflexiva en la búsqueda de alternativas desde la pertinencia social. Si quieres conocer más sobre los PAP visita: pap.iteso.mx