El olor de las ciudades

Pablo Montaño / colectivo Conexiones Climáticas

Foto: Carlos Martínez

Un argumento aromático contra el automóvil

Olerán a flores, a hierba con rocío y a mar o bosque o cerro o desierto o a lo que sea que las rodea. Nos daremos cuenta de lo que cocinan nuestros vecinos, de qué tanto ajo usaron, de quién hizo carne asada. Nuestra ciudad será un museo de aromas, conformado por remolinos renovados con los cambios de temporada, perfumada con la llegada de las flores de los cítricos, y con niñas y niños que sabrán que mayo huele a flor de huizache y junio a tierra mojada. La memoria de los aromas que respiraron nuestros ancestros volverá con fuerza, recordaremos que hay aromas exclusivos de la noche y otros reservados para quien se despierta con el sol.

La ciudad sin autos huele a flores, sin escapes y sin el aroma del concreto sobado por el hule de las llantas, sin el plástico de sus molduras calentándose. Lo que viviremos será una salida de la monotonía impuesta por un autoritario modelo de deficiente transporte. No hay respuesta climática posible sin la transformación profunda de nuestro actual modelo de movilidad. Esta transformación no implica la electrificación de los autos, sino su eliminación. El costo energético de su fabricación, el espacio que demandan, sus llantas que son prácticamente imposibles de reciclar, y la manera en la que deforman nuestras ciudades, los vuelven inviables frente a la necesidad de un planeta vivo.

Más allá del miedo que implica perder a un protagonista de nuestras calles, el reto es un catalizador para la imaginación. He realizado talleres sobre el futuro que queremos para nuestras ciudades en distintas partes del país; el resultado siempre se parece: nadie extraña los coches cuando hay opciones de transporte público y cuando las calles se llenan con un montón de flores y huertos. A pesar de los distintos entornos, la imaginación nos lleva a lugares casi idénticos; las diferencias se quedan en los huizaches que llenan Chihuahua, en los tamarindos en La Paz, en las ceibas para Playa del Carmen y en los manglares en Tabasco. Al final queremos lo mismo.

La imagen de estas ciudades libradas de autos les sonará a algunos ociosa e infantil, y tendrán razón, pues en realidad lo es. Es una idea en la que abunda el ocio, donde el tiempo no vale, sino que se disfruta; pasa lento con las temporadas y con el crecer de las plantas y sus frutos, y hay razón para estar distraído y para maravillarse con lo que nos rodea. Es infantil, radicalmente infantil, a diferencia de nuestras ciudades cochistas que odian a los niños y los condenan a espacios cerrados y pantallas. Esta otra ciudad los sacará para llenar los juegos que habrá en cada esquina, para escalar los árboles y llenarse las manos y las bocas de tomates y moras; para perseguir escarabajos y descubrir cuáles flores prefieren las abejas. Hay abundancia de futuro cuando rompemos los moldes que nos impuso el modelo económico que nos trajo a la crisis que vivimos. Cuando imaginamos libremente, se antoja el futuro.

La discusión de movilidad cae en la trampa de pensar la crisis climática como un problema de emisiones, donde lo importante es seguir haciendo lo mismo, pero ahora sin dióxido de carbono. Este reduccionismo invisibiliza el modelo económico centrado en la extracción, el consumo, la productividad y su obsesión por crecer como tumor. El decrecimiento frente a la crisis climática también pide nuevas velocidades y nuevos criterios para desplazarnos o no; pide la radical posibilidad de vivir en ciudades cuyas calles no sean letales y que huelan a azar y jazmín.

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