Natural olvido

Juan Nepote

 

¿Por qué recordamos ciertos nombres y algunos paisajes, pero nos olvidamos de otros? Ese aroma, el ritmo de una canción, la textura precisa de aquella mano… ¿Qué sucede para que una sonrisa, de entre miles de imágenes que nos sitian a diario, permanezca en nuestro recuerdo? Se sabe que, regularmente, la memoria funciona como una esponja que al primer apretujón queda vacía, lista para volver a volver a empezar. ¿Es la memoria esa brújula que orienta nuestra existencia o vamos por ahí sobreviviendo gracias a la desmemoria? Hasta el momento, la mejor respuesta es una combinación de recuerdo y olvido. Quienes estudian el cerebro reconocen que la memoria es más vulnerable y flexible de lo que se pensó por los siglos de los siglos: los recuerdos son cambiantes, están sujetos a permanente edición y reescritura. La memoria se parece a la imaginación: las dos nos sitúan en un espacio y un tiempo distintos a lo que experimentamos por medio de los sentidos. Al imaginar y recordar activamos circuitos cerebrales semejantes, esa es la razón por la cual muchas de las personas con amnesia también pierden la capacidad de imaginar. Y sin embargo la memoria en realidad son varias memorias: aquellas experiencias que se conservan tan solo por fracciones de segundos, las que perduran por días, o los recuerdos bien establecidos que se convierten en habilidades, por ejemplo. Cada vez que ponemos en marcha nuestra memoria la reconstruimos, alteramos los recuerdos mezclándolos con pensamientos y deseos actuales. Los estudiosos de la memoria han descubierto eso que los poetas siempre intuyeron: tan importante es recordar como lo es olvidar: olvidamos para seguir recordando.

Lo natural es que olvidemos… pero la memoria nos inquieta tanto que nos olvidamos del olvido, a pesar de que el mejor proceder de nuestro cerebro dependa, mayoritariamente, de nuestra capacidad para olvidar. Porque construimos nuestros conocimientos a partir de la información más mínima que logramos conservar o retener: olvidar nos permite alcanzar un alto nivel de abstracción para extraer lo esencial, así que, desde las neurociencias, es posible argumentar que el olvido define la inteligencia humana. Ludwig Börne, en un libro que tuvo una gran influencia en el jovencísimo Sigmund Freud, El arte de convertirse en un escritor original (1823), sugería: “Aquí va la receta práctica prometida. Tome unas hojas de papel y durante tres días sucesivos anote, sin falsificación ni hipocresía, cualquier cosa que le pase por la cabeza. Escriba lo que piensa de usted mismo, de sus mujeres, de la guerra de Turquía, de Goethe… o del juicio final, de quienes tienen autoridad sobre usted, y al cabo de esos tres días se asombrará de los pensamientos novedosos y sorprendentes de los que ha sido capaz”.

Es posible encontrar uno de los más elocuentes ejemplos de libre asociación en los nombres de las calles, que son como fósiles que conservan una imagen de otra época como un trampolín hacia otras épocas, paisajes, ecos. Por eso George Steiner se valía de las nomenclaturas urbanas para comparar las diferentes maneras de concebir el mundo en Europa y Estados Unidos, según cómo eligen los nombres de sus calles: en las ciudades de Europa, destacaba Steiner, “los hombres y mujeres urbanos habitan literalmente en cámaras de resonancia de sus logros históricos, intelectuales, artísticos y científicos. Y es que, mientras que nuestros vecinos —en sus ciudades pensadas para recorrerlas necesariamente en automóvil— apuestan por una nomenclatura pragmática: 5ª, 3ª, Pino, Arce, Roble, Norte, Oeste, los europeos se decantan por recordar a sus ilustres antecesores en los nombres de sus caminos —pensados para recorrerlos necesariamente a pie—: Victor Hugo, Descartes, Marie Curie, Galvani, y muchas veces acompañan los rótulos de las calles con una pequeña referencia a la persona en cuestión, lo que en palabras de Steiner provoca que ‘los hombres y mujeres urbanos habiten literalmente en cámaras de resonancia de sus logros históricos, intelectuales, artísticos y científicos’”.

Olvidar es natural, pero ¿qué lugar ocupa la naturaleza en esta construcción y reconstrucción permanente de nuestras memorias colectivas? Pongamos como ejemplo el nombre de esta revista: Clavigero, palabra que resuena en mi memoria hasta formar la imagen de una finca inolvidable: esta Casa ITESO Clavigero, que se ubica en una calle que ahora se llama José Guadalupe Zuno, porque un poco más adelante encontramos la casa que se construyó aquel personaje que logró la reinauguración de la universidad pública de Jalisco en 1925, mientras era gobernador. Pero José Guadalupe Zuno no vivió en la calle José Guadalupe Zuno, sino en la calle Bosque… porque ahí donde hizo su casa desembocaba un páramo de eucaliptos llamado Bosque de Santa Eduviges, del que ahora no queda nada, apenas un eco indescifrable: la colonia “Jardines del Bosque”. Y de los nombres de la naturaleza en las calles de nuestra ciudad también se han extinto otros: Barranquitas, Acequia, Maguey, Colmena, Laurel, Galápago, Avispero, Águila, Gorrión, Olas Altas, Alacrán, Caracol, Sapo, la Calle del Gallito o la Calle de los Pericos…

Pero en Guadalajara hay una encomiable victoria de la naturaleza sobre el asfalto y los ladrillos para nuestra memoria colectiva: durante casi un siglo el límite poniente de la ciudad de Guadalajara era un edificio, de estilo neoclásico y absolutamente memorable, que ocupaba unas ocho manzanas y estaba rodeado de un jardín esplendoroso: la Penitenciaría construida a partir de 1844, por mandato del gobernador de Jalisco Salvador Antonio Escobedo, en los paradisíacos terrenos que originalmente formaban parte de la huerta del antiguo Convento del Carmen, bien dotada de árboles sembrados por los carmelitas. Con el surgimiento de las colonias Francesa, Americana, Reforma, Obrera, Villaseñor y West End en los primeros años del siglo XX, el predio de la Penitenciaría se fue dividiendo, para permitir la creación de calles para los automóviles, y finalmente todo el edificio fue derrumbado (hasta que en 1932 se inauguró la nueva sede carcelaria, la Prisión de Oblatos, allá en el oriente de la ciudad, lejos de los chalets y casonas de postal europea que fueron poblando el paisaje del poniente de la ciudad).

Pero, en un episodio insólito, se decidió que parte del terreno que había quedado liberado por la demolición de la Prisión de Escobedo se convertiría ¡en un parque! Así que en los años treinta el gobierno de Jalisco convocó a un concurso para el diseño de esa área verde, que debía llamarse Parque de la Revolución. Entre los participantes estaba un ingeniero de unos treinta años de edad que regresaba a Guadalajara luego de una estancia en Europa y Nueva York cargado de ideas sobre el paisaje: Luis Barragán, que se organizó con su hermano mayor, Juan José, para elaborar el proyecto que ganó el concurso. Además de presentar unos planos sugerentes, los hermanos Barragán entregaron un manifiesto conceptual titulado Evolución, para jugar con la fonética de las bases de la convocatoria (evolución/revolución), en el que defienden que apostarán por un “estilo moderno para la formación del mencionado parque, cumpliendo con el deber de todo arquitecto tiene de interpretar y desarrollar la arquitectura resultante de la época en que vive. Además, en el presente estudio, el estilo moderno es imprescindible … si se usaran para este objeto estilos de otras épocas, ya sea el colonial o cualquier otro estilo romántico, sería absurdo y arquitectónicamente significaría decadencia”.

Todo aquello representaba un contraste muy atractivo con las colonias vecinas al parque (Francesa, Americana, Reforma, Obrera, Villaseñor y West End), cuyas más notorias edificaciones habían sido producidas por europeos como Ernesto Fuchs (alemán), Henry Louis Choistry o Angelo Corsi (italianos) y que ahora representan algunas de las joyas de nuestra memoria colectiva que deseamos conservar; pero que en el pasado también tuvieron otro significado: cuando el presbítero Severo Díaz Galindo llegó a nuestra ciudad en 1898, proveniente de Ciudad Guzmán, encontró que:

“Guadalajara se inflexiona para emprender un descenso: va a crecer la ciudad con los apéndices que se llamaron colonias y esto marca el principio del retroceso porque, por una parte, cambia radicalmente la armonía de las construcciones que toman la forma de castillos feudales con un exterior de corredores con adornos de hojalata; de torreoncitos de medio metro de diámetro y por dentro un verdadero laberinto de angostos pasillos y piezas en desconcertante distribución; nada de patios; y solo uno que otro salón en plena oscuridad. Pero lo más lamentable es que el núcleo civilizado de la población, el que mantenía el orden y el fuego sagrado que operaba la fusión de lo más noble de iniciativas y aspiraciones al adelanto, se dispersó, se disgregó y quedó tirado en los suburbios y encastillado, para no levantarse más, a las alturas de que había descendido. (…) Estas casas son recintos cerrados, a diferencia de las casas típicas de que se componía la ciudad hasta 1900, las que se caracterizaban por tener en el centro de la construcción un patio más o menos grande en donde un sol casi perpendicular en todo el año calentaba el aire;  y al calentarse ascendía, de acuerdo con la ley física de la ligereza específica de los fluidos, creando una especie de tiro como en las chimeneas, que aspiraba el aire de las habitaciones, renovándolo hasta en sus últimos rincones.

“Esto es imposible en las casas modernas, hermosas y supuestamente higiénicas de las colonias. En ellas solo es posible la ventilación y la renovación del aire por medio de los vientos que en estos climas llamados de ‘las calmas ecuatoriales’ son escasos e irregulares. Esas casas solo pueden aceptarse en la zona templada de la tierra en que todo el año soplan vientos fuertes, aún huracanados, que han permitido crear unas ciudades popularísimas, seguros de que no faltara una saludable ventilación. Si a esto agregamos la arboleda que circunda dichas residencias que determina un obstáculo a la libre circulación del aire, el problema de la higienización se agudiza hasta tal punto que el infeliz habitante se vería obligado a emplear dilatadas maniobras para obtener un resultado mediocre de salubridad. El aire confinado es aire contaminado, impropio siempre para una saludable respiración: el oxígeno se empobrece poco a poco y la humedad que proviene del riego de los jardines y de la transpiración vegetal penetra a las habitaciones, se condensa en gotas microscópicas arrastrando pequeñas impurezas y polvos generalmente salinos, creándose así un medio muy a propósito para que vivan ciertos microbios patógenos.”

Sirva este ejemplo de memoria colectiva de nuestra ciudad para no olvidar que nuestros recuerdos más bellos alguna vez fueron nuestros temores más angustiantes. Y es que la memoria también se parece a la imaginación en su voluntad por transformarse todo el tiempo, incesantemente. John Berger estaba convencido de que uno de los mayores rasgos definitorios de lo humano es nuestra capacidad para convivir con los muertos: “Yo creo que los muertos están entre nosotros”, escribió, “Los muertos no son abandonados. Se mantienen cerca físicamente. Son una presencia. Lo que crees estar mirando en esta larga vía al pasado se halla, en realidad, al lado de donde tú te encuentras”. A Patrick Deville le adeudamos el hallazgo de una potencial vacuna literaria contra el olvido: consintamos que unos ochenta y cuatro mil millones de seres humanos han poblado la Tierra. Si cada uno de nosotros se ocupara de escribir la vida de diez de esas personas, entonces “nadie será olvidado. Nadie sería borrado. Todo el mundo pasaría a la posteridad. Eso sería justicia”.

Clavigero Núm. 32

La construcción de la memoria cultural

Periodo: mayo–julio 2024

La memoria cultural de México se ha configurado a lo largo del tiempo a través de diversos hechos y factores históricos, sociales y políticos que han contribuido a construir nuestra identidad colectiva. En este número se comparten diversas miradas de la recuperación de la memoria a partir de proyectos como el rescate fotográfico, que captura escenas y momentos que se han ido, o de las tradiciones musicales de los pueblos, que propician espacios de integración social. Se presentan artículos sobre el uso de tecnologías digitales en la preservación del patrimonio, la comprensión de la arquitectura de nuestras ciudades y la importancia del patrimonio natural, los cuales apoyan en la construcción de esta memoria colectiva que consideramos nuestra identidad cultural.

Mónica Solórzano Gil, Pablo Vázquez Piombo y Fabiola Núñez Macías, académicas del ITESO

Publicado: 2024-05-01

 

Contenido

Editorial
Mónica Solórzano Gil, Pablo Vázquez Piombo y Fabiola Núñez Macías
Los acervos fotográficos
Jaime López Pastrana, Fabiola Núñez Macías, Mario Rosales y Noel Macías Vargas
La música nos une
Mariana Delgado
Patrimonio cultural de México
Mónica Solórzano Gil, Pablo Vázquez Piombo y Fabiola Núñez Macías
Infografía: María S. Magaña
La mirada BIComún del patrimonio
Adela Vázquez Veiga y Ana Pastor Pérez
Ciencia a sorbos. Cómo hemos conocido también es patrimonio
Maya Viesca Lobatón
La Pisca. Integrar y reconciliar
Arturo Reynoso, S.J.
El patrimonio y la identidad cultural
José María Macías Martínez y Mónica Solórzano Gil
Sobre la memoria cultural en tiempos de streaming e inteligencia artificial
Julián Woodside
Texto leído durante la presentación del número 32 el 18 de junio de 2024 en Casa ITESO Clavigero
Juan Nepote

Sobre la memoria cultural en tiempos de streaming e inteligencia artificial

Julián Woodside / escritor y profesor del Departamento de Estudios Socioculturales del ITESO

 

Conservar sin elegir no es una tarea de la memoria. Lo que reprochamos a los verdugos hitlerianos y estalinistas no es que retengan ciertos elementos del pasado antes que otros —de nosotros mismos no se puede esperar un procedimiento diferente—, sino que se arroguen el derecho de controlar la selección de elementos que deben ser conservados.

Tzvetan Todorov

 

Maurice Halbwachs consideraba que la memoria de una sociedad se extiende “hasta donde alcanza la memoria de los grupos que la componen. El motivo por el que se olvida gran cantidad de hechos y figuras antiguas no es por mala voluntad, antipatía, repulsa o indiferencia. Es porque los grupos que conservaban su recuerdo han desaparecido”.[1] Aleida Assmann afirma que esa memoria da sustento a una identidad colectiva, la cual se construye “sobre un pequeño número de textos, lugares, personas, artefactos y mitos normativos y formativos que son circulados y comunicados activamente”.[2]

Ilustración: Pablo Vázquez Piombo

Ya desde la Antigüedad se reconocía el poder evocativo de diversas expresiones artísticas y se hacía la distinción entre memoria y reminiscencia (siendo la segunda el gesto de “traer al presente lo ausente”). Robert Rosenstone, historiador, explica que cambiar el medio con el que se escriben y transmiten los hechos del pasado “es cambiar el mensaje también”,[3] mientras que Astrid Erll, igualmente historiadora, plantea que el medio o formato que se elige para representar algo influye en el tipo de memoria que se genera sobre ello.[4] Es decir, las representaciones del pasado no solo median la memoria cultural, sino que la (re)definen.

La digitalización de lo cotidiano diluye constantemente la frontera entre memoria cultural e historia (siendo la primera mucho más volátil y maleable). Además, la lógica algorítmica detrás de cada red social y plataforma de streaming define en gran medida las dinámicas de circulación de las memorias que cada una contiene. Y si a eso agregamos que el acceso —y la posibilidad de socializar— a muchos referentes culturales depende de criterios como una suscripción, copyright o simplemente de pautas editoriales, no es difícil dimensionar lo compleja que se ha vuelto la gestión de la memoria cultural en la actualidad.

Hemos aprendido —como legado del community management— a volver atractiva nuestra cotidianidad, espectacularizando diversas memorias e identidades. ¿Y qué pasa cuando otras variables relacionadas con las industrias del entretenimiento entran en juego en el borramiento o la manipulación de memorias? Me refiero, por ejemplo, a cuando se perdió toda la música subida a MySpace antes de 2015 al realizar la migración de un servidor, o a la manera en la que las herramientas digitales han redefinido algunas dinámicas de reminiscencia colectiva (como la creación de grupos de WhatsApp o la constante negociación de los catálogos que ofrecen las plataformas de streaming).

Valdría la pena traer a colación cuando Spotify dejó de operar en Rusia, lo que impactó en varias dinámicas culturales al conflicto armado, así como la constante anulación de identidades y memorias consecuencia de criterios estéticos, discursivos y algorítmicos de cada plataforma. Es decir, hablar sobre la memoria cultural frente a un escenario mediático como este requiere problematizar su dimensión política, pues su mediación tiene importantes repercusiones en lo glocal.

La participación cultural en el ecosistema digital global ha sido muy sesgada, desigual y predominantemente occidentalcentrista. Y los referentes textuales, verbales, visuales, sonoros y performativos que en ese ecosistema habitan son los insumos con los que se está entrenando a diversos modelos de Inteligencia Artificial (IA), perpetuando así una retórica multimodal de diversas identidades con un importante sesgo. Además, esos modelos son cada vez más utilizados por artistas, comunicadores y creadores de contenido para producir nuevas representaciones.

Si bien la memoria cultural es por naturaleza descentralizada, los criterios detrás de las plataformas en las que se socializa no lo son, lo que acelera procesos de validación o invalidación de ciertas memorias por encima de otras. Pero si todo registro del pasado ha sido susceptible a ser manipulado, ¿algo ha cambiado en los últimos años? Sí, que quienes administran los referentes que permiten la circulación de la memoria cultural tienen cada vez menos relación con los contextos de quienes las viven, encarnan y circulan.

Es fundamental problematizar las repercusiones en la memoria colectiva de la normalización del uso de herramientas que permiten crear realidades apócrifas, tal como ocurre con los deepfakes y algunos modelos de IA. También habría que discutir el desarrollo de políticas públicas que respondan a las implicaciones de lo discutido a lo largo de este texto, no desde el copyright, sino desde la dimensión identitaria de la memoria cultural.

 

 

[1] Halbwachs, M. (2004). La memoria colectiva. Prensas Universitarias de Zaragoza.

[2] Assmann, A. (2010). Canon and archive. En A. Erll & A. Nünning (Eds.), A Companion to Cultural Memory Studies (pp. 97–107). De Gruyter.

[3] Rosenstone, r. a. (2006). History on Film / Film on History. Pearson Longman.

[4] Erll, A. (2010). Literature, film and the mediality of cultural memory. En A. Erll & A. Nünning (Eds.), A Companion to Cultural Memory Studies (pp. 389–398). De Gruyter.

 

El patrimonio y la identidad cultural

José María Macías Martínez / arquitecto egresado del ITESO, especialista en gestión del patrimonio y diplomacia cultural
Mónica Solórzano Gil / investigadora del Departamento del Hábitat y Desarrollo Urbano del ITESO

Foto: José María Macías Martínez

El patrimonio cultural es un legado que trasciende el tiempo mediante expresiones culturales y tradiciones transmitidas de generación en generación. No es simplemente un recuerdo del pasado, sino un vínculo vital que une el ayer con el hoy. Son elementos dinámicos y vivos que dialogan con nosotros diariamente y que, con el paso del tiempo, se transforman y reinterpretan en cada época y contexto. Constituyen una herencia viva que nutre nuestra identidad colectiva constantemente y comprende una amplia variedad de elementos que definen nuestra identidad como sociedad. Desde la ciudad histórica y las antiguas casas de adobe que han resistido el paso del tiempo, o el monte que alberga la veneración al santo patrono, hasta los platos preparados con recetas tradicionales, todos estos constituyen parte de este legado cultural.

Si reflexionamos sobre las historias que han presenciado las paredes de esas edificaciones, cuántas personas han transitado por esos espacios o los secretos y relatos que guardan las cocinas de antaño, cada rincón hace eco con las memorias de quienes lo habitaron. El pasado, en esencia, conecta el patrimonio cultural con el presente, enlazándonos con nuestras raíces y ayudándonos a comprender y mejorar nuestra contemporaneidad, revelándonos la historia de nuestros ancestros y de dónde venimos. Todo esto nos permite entender mejor nuestra identidad actual y nos impulsa a reflexionar sobre nuestro futuro.

Al poner en valor el patrimonio podemos fortalecer y proteger la identidad y la individualidad de lugares y personas, promoviendo y fomentando el respeto de sus tradiciones y características particulares. El conocimiento o reconocimiento de estos elementos del patrimonio cultural, tanto tangible como intangible, contribuirá al fortalecimiento de los vínculos con estos y ayudará a darles significado como parte integral de nuestra identidad.

Cuando nos referimos al patrimonio tangible pensamos en objetos físicos como ciudades y edificios históricos, sitios y objetos arqueológicos, muebles, pinturas, esculturas y colecciones de arte, entre otros componentes que conforman nuestro entorno. Por otro lado, el patrimonio intangible comprende expresiones culturales como la música, las danzas, las tradiciones religiosas y el conocimiento ancestral enseñado de forma oral, entre otros. Estas manifestaciones vivas, muchas veces cotidianas, son las raíces que han perdurado a lo largo del tiempo y se caracterizan por ser conocimientos o sabidurías transmitidas de generación en generación.

El patrimonio cultural genera conocimiento y reconocimiento de nuestras raíces, contribuyendo así a la continuidad de nuestra identidad, en constante evolución, construcción y reconstrucción.

Conservar nuestro patrimonio nos asegura que, a pesar de los desafíos que enfrentemos, podamos construir un futuro más sólido y vibrante, en el que nuestras historias perduren para las generaciones venideras y sirvan como cimientos para edificar sociedades más resilientes, tolerantes, comprensivas y pacíficas.

Integrar y reconciliar

Arturo Reynoso, S.J. / académico de la Dirección de Información Académica del ITESO

Desde su publicación en Bolonia en 1780 y 1781 la Historia antigua de México de Francisco Xavier Clavigero comenzó a ser considerada por un buen número de estudiosos como un escrito fundamental para conocer y comprender mejor el pasado mexicano. El jesuita veracruzano fue el primero en documentar y sistematizar historiográficamente el origen y el caminar de los antiguos mexicas, logrando situarlos en el escenario cultural de la historia de las civilizaciones.

Así, desde finales del siglo XVIII Clavigero ofrecerá en su obra elementos que promoverán la consolidación de la memoria de un pasado, así como la de un sentimiento de conciencia nacional. Como criollo, el veracruzano reconoce su herencia española, pero a la vez se asume y nombra como mexicano, siendo así uno de los primeros en llamarse de la misma manera con la que se refiere a sus ahora “ancestros” mexicas y a sus compatriotas de antaño y contemporáneos. En este jesuita el sentirse y saberse mexicano prescinde de una mera determinación biológica, pues esta identificación —tal referencia y tal pertenencia (identidad)— surge de una conciliación no solamente entre sangre y patria, sino también entre pasados, tradiciones, admiraciones y, principalmente, afectos, así como del anhelo de una vida digna para sus paisanos. De tal manera lo asienta en su relato historiográfico al mencionar la situación de olvido y miseria en la que quedaron los naturales descendientes de las antiguas naciones indígenas. Otra hubiera sido la situación, señala Clavigero, si desde un inicio “se hubieran enlazado” los llegados de Europa con “las casas americanas” para construir “una sola e individua nación”.

Ese deseo y búsqueda de integración —de auténtica conciliación, y no de rechazo y polarización— sigue siendo tarea pendiente y urgente para construir nuestra sociedad con más dignidad y equidad. Ojalá que la lectura de la obra de Clavigero vuelva a promoverse desde la academia de este país.

Cómo hemos conocido también es patrimonio

Maya Viesca Lobatón / académica del Centro de Promoción Cultural y coordinadora del Café Scientifique del ITESO

Foto: Pablo Vázquez Piombo

Los observatorios astronómicos desde los que los mayas observaron las estrellas y sus movimientos en Chichén–Itzá; el punto exacto en Greenwich, Inglaterra, por donde pasa la línea imaginaria a partir de la cual se homologaron los usos horarios; el arco geodésico de Struve, que se extiende por diez países y que permitió al astrónomo del mismo nombre realizar la primera medición exacta del meridiano terrestre; Alcalá de Henares, España, la primera ciudad universitaria planificada del mundo; el jardín botánico de Padua, Italia, el más antiguo que se conoce, o los grandes balnearios de Europa. Todos estos espacios son reconocidos como Patrimonio de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

Son muchos y diversos los motivos que condujeron a estas declaratorias, pero es interesante observarlas desde una perspectiva común: el conocimiento que desde ellos se produjo. ¿Qué potentes preguntas hicieron construir estas edificaciones? ¿Qué inquietudes generaba lo desconocido? ¿Qué grandes necesidades y problemas planteaba la realidad? ¿Qué luchas de poder tuvieron que ganarse para que se conjuntaran recursos y esfuerzos para estas obras, y que hoy podamos reconocer todas estas inquietudes en ellas?

Y no solo son sitios los que construyen esta memoria, también objetos. ¿Qué angustiosa fuerza tendría que haber provocado en Bernardino de Sahagún el riesgo de perder el conocimiento de los antiguos habitantes de la Nueva España para crear el Códice Florentino? ¿Qué valor generó en Nicolás Copérnico su certeza de que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol que arriesgó la vida al publicar Sobre las revoluciones de las órbitas celestes? ¿Qué desafió lo planteado por Charles Darwin en El origen de las especies que se considera uno de los libros que más ha sufrido censura?

La pregunta por el patrimonio del conocimiento también es válida en lo más cercano. En el libro Museo portátil del ingenio y el olvido, Juan Nepote hace el ejercicio de traer a la memoria a algunos jaliscienses “cuyo ingenio, curiosidad y asombro” produjo interesantísimas historias vinculadas a la ciencia y la tecnología, como Leonardo Oliva, Lázaro Pérez, Mariano Bárcena, Refugio Barragán de Toscano o José María Arreola.[1]

¿Qué tendríamos que conservar como testimonio de las grandes revoluciones de pensamiento que ha provocado el conocimiento científico para continuar aprendiendo de sus aciertos y errores? ¿Qué de todo esto podemos reconocer en la memoria cultural que nos hace ser y actuar como actuamos? Y, por si faltaran preguntas, ¿cómo imaginar el patrimonio del futuro que hoy estamos generando y que hablará sobre nuestras formas de cuestionar y buscar verdad?

 

[1] Nepote, J. (2020). Café Scientifique – “La curiosidad olvidada: episodios secretos de nuestra historia científica” [conferencia]. ITESO. https://bit.ly/3T4H3wJ

La mirada BIComún del patrimonio

¿Por qué es urgente abrir la relación entre patrimonio y procomún?
¿Cómo podemos hacerlo?
Foto: Adela Vázquez Veiga

Adela Vázquez Veiga / activista y relatora gráfica
Ana Pastor Pérez / investigadora postdoctoral de la Universitat de Barcelona

BIComún es un acrónimo acuñado por la asociación cultural Niquelarte en el año 2013, conformado por las siglas Bien de Interés Cultural (BIC), figura jurídica considerada como la máxima categoría de protección en la Ley de Patrimonio Histórico Español 16/85, y procomún, término que alude a aquellos bienes que pertenecen a todos y a nadie al mismo tiempo. Este último busca incorporar a las comunidades afectadas en la toma de decisiones o en la puesta en marcha de protocolos para su gestión, cuidado o transmisión.

Para poner en práctica este ideal en el complejo mundo de la conservación, restauración y gestión del patrimonio cultural, y con la convicción de que existe una urgencia por abrir la relación entre patrimonio y procomún, diseñamos la galería fotográfica de bienes comunes. Esta herramienta fue liberada al dominio público para que cualquier persona, en cualquier momento y lugar, pudiese iniciar procesos de reflexión y diagnosis colectiva de elementos que forman parte de sus entornos próximos.

Foto: Adela Vázquez Veiga

Se invita a la gente a interactuar con las imágenes, a compartir historias, reflexiones u opiniones.

La galería se compone de una serie de 10 a 15 fotografías de elementos que son seleccionados con personas y comunidades de un territorio. Desde un enfoque participativo y a partir de materiales que facilitan el proceso, como calcomanías acompañadas de preguntas disparadoras como “está bien conservado”, “no lo conozco” o “me gustaría que lo rehabiliten”, se invita a la gente a interactuar con las imágenes, a compartir historias, reflexiones u opiniones que permitan abrir un proceso de toma de decisiones acerca de su protección o usos presentes y futuros.

En México el primer BIComún tuvo lugar en la comunidad de Tixcacalcupul, Yucatán, el domingo 2 de marzo de 2014. El acrónimo fue traducido a lengua maya como BICMoloch, en un intento por aunar las siglas BIC con el sentido de comunidad (“hacer moloch”: agruparse o hacer montón). Fue un proceso colaborativo organizado junto con estudiantes del Colegio de Bachilleres del Estado de Yucatán, con quienes durante unas semanas compartimos exploraciones, reconocimientos patrimoniales y creaciones de fanzines a partir de leyendas locales. Participaron también vecinas, vecinos y la comunidad feligresa de la Iglesia Santiago Apóstol, en la que restauramos el Cristo Negro y la Sección de Conservación del Instituto Nacional de Antropología e Historia, con el deseo de abrir un espacio para conversar, recordar y poner en valor elementos y memorias.

A lo largo de los años se han sumado otras herramientas como la deriva y el mapeo colectivo, que nos permiten reconocer cómo nos relacionamos con el espacio social, sus infraestructuras y comunidades, o registrar aspectos relevantes y reflexionar sobre su cuidado. También está el memograma, que posibilita relatar mediante dibujos y palabras memorias pasadas y presentes al emplear técnicas para recordar y memorizar conceptos, relacionándolos con objetos, lugares e imágenes.

Estas experiencias metodológicas siguen evolucionando gracias a su puesta en práctica y a que han sido apropiadas por diferentes personas en diversoscontextos. Se han organizado itinerarios culturales en Cataluña, España, en los que se impulsaron talleres de mapeo colectivo en la Vall Fosca (Lleida). La idea inicial era explorar la relación de las comunidades locales con sus espacios naturales, culturales y sus intersecciones, identificar espacios en peligro o que necesitan intervenciones urgentes, así como revisar narrativas o diseñar estrategias de resignificación intergeneracional.

Trabajar en entornos remotos propició la adaptación de estas herramientas a los tiempos, movilidades y obligaciones de las personas que habitan la alta montaña. Así nació un mapeo de puerta en puerta, que se convirtió en colectivo a través de la puesta en común de datos, y que facilitó recoger los testimonios de personas que, por diversos motivos, no podían acceder al espacio destinado al mapeo colectivo.

Recorrimos bares, plazas y casas de personas con movilidad reducida en los distintos pueblos que componen el valle. Estábamos conscientes de la pérdida de espacios de diálogo, pero que ganaríamos en diversidad de voces a la hora de crear ese mapa común.

Estas revisiones metodológicas añaden una capa interseccional a los trabajos codiseñados por las distintas colectivas que participan en la iniciativa BIComún, poniendo a las personas en el centro de sus acciones. En este sentido, consideramos importante asumirnos mediadoras en estos procesos para experimentar nuevos modos de mirar, pensar o intervenir el patrimonio cultural y, a través de una escucha activa, atender su vínculo con el espacio social, descubrir cómo y quiénes lo producen, cómo se usa, entre otras cuestiones.

>>Conoce más en:
Si quieres poner en práctica las herramientas o animarte a crear otras, puedes acceder al manual KITep, kit de herramientas para la educación patrimonial aquí: https://bit.ly/42JlhmM

 

La música nos une

100% presentes: los bailes sonideros
Foto: Livia Radwanski

Mariana Delgado / investigadora y productora de las Musas Sonideras

Comenzaré visitando un lugar común para la antropología: es bien sabido que las fiestas tradicionales cumplen varias funciones sociales y tienen efectos significativos en las comunidades. Más allá de esta abstracción, el poder de las celebraciones populares es tan real como una montaña; hablamos de la capacidad de convocar, de multiplicar afectos y reafirmar los vínculos entre grupos e individuos, de limitar los conflictos y extender la diplomacia entre los barrios, y de sostener la memoria de la comunidad a través de estas interacciones. En este sentido, son un ejercicio literalmente vibrante de actualización de las relaciones en la comunidad. Se entienden —como sostiene Francisco Cruces en su texto De los ciclos insulares a la celebración diseminada, con el que converso libremente en estas páginas— como un espacio en el que los presentes entran en diálogo con la tradición y se convierten en portadores y mediadores del patrimonio cultural.

El espacio público es apropiado para transformarse en un territorio abierto a la participación.

Manifestándose en estéticas radicalmente contemporáneas, la cultura sonidera está profundamente vinculada con la fiesta tradicional; surge, de hecho, para atenderla en un contexto urbano y posmoderno. De especial relevancia en el calendario sonidero son los carnavales; las fiestas dedicadas a las vírgenes y los santos patrones de barrios, pueblos y colonias de la Ciudad de México; los aniversarios de los mercados grandes y pequeños, y desde luego, como un clímax, la peregrinación anual a la Basílica de Guadalupe, que los sonideros y las sonideras de todo el país celebran recorriendo la Calzada de los Misterios con estandartes, playeras, chamarras y maquetas que emplazan a la Virgen entre equipos de sonido. Ese día la misa en la Basílica comienza con una cumbia. En estos eventos son palpables los vínculos con los ciclos agrícolas y litúrgicos y los elementos cosmológicos, pues son parte indudable de una economía simbólica y de los ritos de intensificación, interacción e intercambio. La aceleración que producen está hondamente enraizada en la tradición, al mismo tiempo que sale disparada hacia el futuro.

Foto: Livia Radwanski

Así como en la fiesta tradicional, el baile sonidero que se realiza a media calle o en una plaza pública está atravesado por el comercio, la producción, el consumo, la actualización de las redes sociales, la afirmación de la autoridad y de las identidades. En el centro de este acontecimiento están las exhibiciones de performances comunicantes, tanto en la cabina de sonido como en la pista; los saludos van y vienen entre uno y otro, de Chimalwakee a Nezayork. Desde luego, el internet transmite todo en vivo. Tanto la música de un continente que retumba como la voz que atraviesa el micrófono son lenguajes festivos, plásticos, que congregan y coordinan multitudes y despliegan repertorios tan complejos en sus hibridaciones como extraordinarios en sus circulaciones, desafiando deliberadamente toda dicotomía tradicional y todo esencialismo cultural.

Foto: Livia Radwanski

De todas las funciones, la del gozo es sin duda la más poderosa. El acontecimiento verdadero es estar vivo, sentirse 100% presente —como afirman una y otra vez los saludos sonideros— en medio de una multitud conformada por cuerpos que interactúan de maneras creativas, espontáneas. Es por medio de los cuerpos que el espacio público es apropiado para transformarse en un territorio abierto a la participación orgánica y a la expresión festiva desde las diferencias y las disidencias: se entreabre entonces la oportunidad de disfrutar de la individualidad que pertenece, en ese momento, a una colectividad gozosa, gustosa de estar ahí.

 

Cruces, F. (2009). De los ciclos insulares a la celebración diseminada. En Galán, J. (Ed.), Fiestas y Rituales (pp. 110-124). Corporación para la Promoción y Difusión de la Cultura.

Delgado, M., Ramírez, M., & Radwanski, L. (Eds.). (2012). Sonideros en las aceras, véngase la gozadera. Ediciones Tumbona; Fundación BBVA.

Los acervos fotográficos

Escenarios de formación y construcción de memoria
Foto: Fabiola Núñez Macías

Jaime López Pastrana, Fabiola Núñez Macías, Mario Rosales y Noel Macías Vargas / académicos y egresado del ITESO participantes en el proyecto de conservación y difusión del acervo Memoria y espejo

Los acervos fotográficos son lugares privilegiados de memoria porque concentran documentos con imágenes del pasado. Requieren mucho trabajo de conservación y clasificación para que puedan ser consultados y utilizados en la generación de conocimiento, ya sea para una investigación, para la realización de películas o documentales, o para escribir sobre la historia. Los acervos, además de escenarios de formación técnica de restauración o catalogación, son también espacios de diálogo sobre la memoria.

Desde 2005 el ITESO ha propiciado por medio del archivo fotográfico Memoria y Espejo, acervo resguardado en Casa ITESO Clavigero, el diálogo entre profesores y estudiantes, y entre la universidad y la ciudad, en consonancia con el interés institucional por la preservación del patrimonio cultural, ya demostrado al adquirir esta casa declarada como Monumento Artístico de la Nación.

Memoria y Espejo está compuesto por dos fondos: el de Miguel Echeverría, fotógrafo y profesor en la década de los noventa, el cual no está catalogado ni clasificado debido a sus malas condiciones de conservación, y el de Álvarez del Castillo, que pertenecía a Jorge Álvarez del Castillo, fundador y director del periódico tapatío El Informador. Este último está integrado por 7,200 fotografías de varios autores, en las cuales se documenta la ciudad de Guadalajara en el periodo aproximado de 1880 a 1950.

El acervo Álvarez del Castillo ha sido organizado, clasificado, digitalizado y difundido para ponerlo a disposición de investigadores y académicos. En estos procesos han participado alumnos y profesores de la Escuela de Conservación y Restauración de Occidente, de la Universidad de Guadalajara y del ITESO, a través de la Licenciatura en Gestión Cultural y del Centro de Promoción Cultural. Esta labor se ha realizado a partir del servicio social, los trabajos de investigación y los voluntariados, y los escenarios de intervención y aprendizaje se han diseñado de acuerdo con las necesidades del acervo.

Las fotos por sí solas, colocadas en una caja, no sirven de mucho. Si queremos difundir el valor patrimonial con el que cuenta el ITESO con estos acervos fotográficos, y así mantener vivo el pasado, no desde una perspectiva romantizada de tiempos mejores sino como acontecimientos que dotan de sentido al presente, es necesario dialogar con esas imágenes. Por ello es fundamental seguir trabajando desde varias disciplinas para que estas fotografías, y con ellas el conocimiento del pasado sobre nuestra ciudad, no queden en el olvido.

Esto nos recuerda que las memorias no existen per se, sino que se construyen de manera compartida —y, por lo tanto, se deconstruyen y a veces hasta se destruyen— en un espacio y tiempo determinados. Vivimos en un momento sociohistórico en el que el olvido parece ley y las políticas de las memorias un despropósito, pero justamente ahí yace la importancia de la conservación de los archivos, entendiendo las memorias no solo como un escenario para la cohesión social, sino como un campo de disputa contra olvidos impuestos impunemente.

 

Rufer, M. (2021). Patrimonio y Memoria: ¿una relación tensa? [conferencia web]. Secretaría de Cultura y Turismo. https://bit.ly/3Iw316I

Dorado, Y., & Hernández, I. (2015). Patrimonio documental, memoria e identidad: una mirada desde las Ciencias de la Información. Ciencias de la Información, 46(2), 29–34. https://bit.ly/49UlIxn