Nos gusta ver verde. Sabemos que las áreas verdes mejoran nuestra calidad de vida en las ciudades, y que, entre más, mejor. Pero, ¿qué especies plantamos en nuestros parques, jardines y banquetas? ¿Cuáles plantas decidimos arrancar o cortar? ¿Por qué escogemos unas especies en lugar de otras? ¿Qué implican estas elecciones?
Por lo general, elegimos las plantas porque nos gusta cómo se ven, por ejemplo, los colores de las flores o la forma de las hojas. Otras veces optamos por una especie de árbol porque esperamos que al crecer nos dé sombra o que el pasto nos brinde una superficie para jugar a la pelota. También, en el mejor de los casos consideramos si en el futuro las raíces del árbol podrían levantar nuestra banqueta. Y en muchos casos escogemos a las especies simplemente porque son las que ya conocemos y podemos conseguir con facilidad.
Si bien estas consideraciones son importantes, estamos convencidos de que, en el contexto actual de cambio climático y pérdida de la biodiversidad, los espacios verdes deberían ser parte de nuestras estrategias para enfrentar estos enormes desafíos. En ese sentido, sí importa qué plantas crezcan en nuestras ciudades.
¿Por qué importa? ¿Qué implica seguir manejando nuestras áreas verdes como lo hemos estado haciendo?
Hoy en día gran parte de las plantas presentes en nuestras ciudades son exóticas, es decir, son oriundas de otras regiones del mundo. Por lo general estas especies requieren muchos recursos y mantenimiento: grandes cantidades de agua, pesticidas, fertilizantes, así como todo aquello que implica su poda y cuidado constante. Además, estas especies contribuyen poco a la conservación de la biodiversidad. Ante este escenario, planteamos dos visiones alternativas para las áreas verdes de nuestras ciudades.
Una visión se centra en el uso de especies nativas para nuestros espacios verdes como una búsqueda por coexistir con la naturaleza y, en cierta medida, trascender la visión utilitaria y antropocéntrica que tenemos de lo que una ciudad puede ser. Edward O. Wilson, gran conocedor de la diversidad de la vida, nos exhorta a luchar para que los seres humanos dejemos la mitad de la Tierra sin ocupación humana para no seguir perdiendo cada año tantas especies.[1] La responsabilidad de llevar a nuestra especie y a todas las demás a la sustentabilidad está en nuestras manos, y lo que hagamos al respecto será una decisión profundamente moral.
Al conocer acerca de la devastación ecológica y la pérdida de biodiversidad podemos pensar que salvar la situación corresponde a los científicos, los gobiernos y las grandes instituciones. Sin embargo, si en cada jardín y en cada parque plantamos flora nativa, es decir, la que crece naturalmente en la región, estaríamos abonando a esa mitad de la Tierra tan necesaria. ¿Cuánto sumarían tantos jardines, camellones y parques a favor de la biodiversidad?
Además, estaríamos haciéndonos un enorme bien a nosotros mismos y a los nuestros. Muchos estudios muestran lo importante que resulta para nuestra salud mental y física el contacto con el mundo natural, no lo introducido y creado por nosotros sino lo que crece y se da de manera natural. Porque la flora nativa implica una red de seres vivos interconectados que dependen los unos de los otros.
Si en cada jardín y en cada parque plantamos flora nativa, la que crece naturalmente en la región, estaríamos abonando a la mitad de la Tierra sin ocupación humana tan necesaria
Aunque parezca obvia, una primera estrategia es considerar mantener la mayor parte posible de la vegetación ya existente en los sitios que se planea urbanizar. Sigue siendo común observar constructoras que eliminan todos los árboles en un predio para, una vez terminada la obra, plantar otras especies.
En los casos en que no hay árboles, el simple hecho de plantar una especie de roble nativa en nuestro jardín, en la banqueta o en el parque significa que seríamos testigos de un pequeño ecosistema con muchas de sus interacciones. Plantar especies nativas significa tener todos los beneficios que pensamos de la vegetación, como disfrutar de la sombra o reducir la temperatura de nuestras ciudades, mientras que al mismo tiempo ahorramos recursos cada vez más preciosos como el agua. Asimismo, no depender de agroquímicos implica un ambiente más sano y menos costos de mantenimiento.
Una segunda visión es la de la agricultura urbana. En esta visión de ciudad los espacios verdes son una oportunidad para proveer comida, reconectarnos con la tierra y con nosotros mismos, y, cuando se hace de manera colectiva, crear lazos de comunidad. Ejemplos de esto existen en lugares diversos, desde las macetas de muchas de nuestras abuelas, las experiencias de El Edén Orgánico en Guadalajara, las chinampas de Xochimilco o el Huerto Roma Verde en aquella colonia de la Ciudad de México, hasta los cultivos organopónicos en los barrios de La Habana, Cuba, o la red de huertos urbanos de Basilea, Suiza. Así los terrenos baldíos, los parques y hasta las azoteas son una oportunidad de comer más sano y para conocer y aprender de nuestros vecinos. Producir comida en las ciudades tiene varias ventajas, entre las que se encuentran el uso productivo y reapropiación del espacio público, la reducción de los impactos ambientales asociados con la producción de comida convencional (transporte, empaque, materiales, etc.), el manejo de los desechos orgánicos y fertilización de suelo, la mitigación de la pobreza urbana y el fomento de la actividad física, entre varios más.
Estas dos visiones no tienen por qué ser excluyentes. Quizás más que una respuesta única, valga la pena pensar a las ciudades como espacios multifuncionales que ofrezcan oportunidades de estrechar relaciones entre nosotros y con otras especies. Queda claro que para tener ciudades así, las decisiones necesitarán ir mucho más allá que elegir si ponemos pasto inglés o sintético.
[1] Edward O. Wilson, Medio planeta : la lucha por las tierras salvajes en la era de la sexta extinción, Errata Naturae, Madrid, 2017.