Si queremos paz, tenemos que nombrar y difundir paz

Diego Andoni Mendoza Guevara / estudiante de la Licenciatura en Periodismo y Comunicación Pública del ITESO

El académico del ITESO Gerardo Pérez Viramontes, especialista en manejo de conflictos, explica que la promoción de la cultura de paz es responsabilidad de todos los actores sociales.

La violencia en México parece imperar en las conversaciones acerca del país, pero pensar en la posibilidad de paz puede iluminar reflexiones sobre el futuro. Así lo afirma Gerardo Pérez Viramontes, académico del ITESO y doctor en Paz, Conflictos y Democracia, quien ha promovido esta perspectiva como una alternativa al estado actual del país. El camino, explica, es empezar por aceptar nuestra ignorancia para hacernos nuevas preguntas, solo así podremos cambiar la mirada y dejar de enfocarnos en la violencia.

Foto: Renaschild, Depositphotos

En un país con tantos problemas de violencia, ¿cómo podemos ver la paz en el día a día?

Mientras no haya una pequeña estructura para trabajar la paz no vamos a avanzar; necesitamos cierta inquietud, reconocer nuestra ignorancia y cambiar la manera de pensar. La paz y la violencia van de la mano: sabemos que hay violencia, pero no debemos enfocarnos solo en esta y cómo solucionarla, sino en investigar qué es la paz y qué pensamos de ella, discutir el concepto.

¿Cómo se puede fomentar una visión de paz?

En la vida hay muchos más hechos de paz que de violencia, y aun dentro de la violencia existen acciones que podemos identificar como pacíficas. El asunto es que, si queremos paz, tenemos que nombrar y difundir paz. Un problema es que los medios de comunicación tienen una visión “violentológica”: la violencia es un negocio para los medios, genera morbo. Es necesario construir nuevas imágenes de paz; utilizar fotografías, videos, películas, música, pintura y teatro para promoverla.

LAS MUCHAS PACES
Al ser cosas tan disímbolas a la vez, dice Gerardo Pérez Viramontes, los expertos plantean la necesidad de hablar de “las paces”, algo que representa una ventaja: “Nos hace pensar las múltiples opciones que tenemos para poder hacer las paces en la vida cotidiana. Si solo la contemplamos como una labor del estado o de la ONU, no vamos a avanzar”.

Gerardo Pérez plantea que la paz puede ser un concepto, un valor, un sentimiento, un derecho, una necesidad, un tipo de comportamiento y un objeto de estudio de disciplinas; tantas cosas, que los expertos plantean la importancia de hablar de “las paces”. Sin embargo, a él le parece más relevante que los ciudadanos se pregunten quién hace la paz, qué herramientas sirven para construirla y qué implica su ausencia.

¿Quién debe hacer esta tarea?

Todo el mundo. Todos estamos encargados de promover la paz, e involucrar a todos los actores de la sociedad es fundamental. La paz debe hacerse de arriba para abajo, porque los de arriba tienen los recursos para construirla y los de abajo son los que sufren la violencia. Pero los estratos sociales intermedios tienen aún mayor importancia porque pueden ser intermediarios, es el caso de universidades, iglesias, ONG y periodistas.

Por ejemplo, debemos crear más centros de investigación para la paz, como existen en España; en la Universidad de Guadalajara esto se está impulsando. También hay una opción en el periodismo de paz, que puede servir para indagar qué, quién, cómo, cuándo y dónde surgió el conflicto, para luego buscar alternativas pacíficas, no solo para reflejar la violencia. La clave está en el conflicto: entender que tenemos disparidades por nuestra diversidad biológica no convierte al conflicto en violencia, sino en una manera de resolverlo.

Al consultar con él cómo definir la paz, Gerardo Pérez Viramontes pide reflexionar en las muchas definiciones que podrían responder esa pregunta:

    • Un concepto. Tiene un componente cultural y cognitivo que se expresa en palabras como shalom, pax, eirene, shanti, ágape, salam aleikum, etcétera. Cada palabra remite a diversas situaciones: prosperidad, orden y control, cuidado, armonía, convivencia, hospitalidad…
    • Un valor. Tiene un componente moral, axiológico y ético que nos sirve para orientar nuestras acciones individuales y colectivas.
    • Un sentimiento. Tiene un componente psicoafectivo que se experimenta en la piel y en las relaciones con los demás.
    • Un derecho. Tiene una dimensión jurídica con la que podemos regular nuestras interacciones con los demás.
    • Una necesidad. Contiene un elemento existencial de lo que somos en el universo.
    • Un tipo de comportamiento. Se manifiesta externamente y es objeto de múltiples interpretaciones.
    • Un objeto de estudio inter, multi y transdisciplinario en el terreno académico.

Editorial

La ardua posibilidad

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La cultura de paz apuesta por mirar los conflictos de una forma completamente diferente: sin ignorar las violencias, centrarse en los esfuerzos de reconciliación, perdón y solidaridad; reconstruir a los gobiernos y al estado desde una perspectiva incluyente, y establecer un orden social que ponga por delante a los derechos. Completamente diferente, por ejemplo, a la actualidad de México, un país que apostó por librar una “guerra contra el narcotráfico” y que condenó su sistema de justicia y su diálogo político a funcionar en torno a una abierta militarización de la vida cotidiana.

Desde que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura postuló la cultura de paz como uno de sus grandes objetivos, la conversación ha aparecido en múltiples foros como una alternativa real para cualquier sociedad en conflicto. Aunque echarla a andar supone esfuerzos muy demandantes, y aun depende de que todos los ámbitos de la vida social —incluyendo a los gobiernos, que la emplean como eslogan pero pocas veces como guía de sus planes— se involucren con ella.

En este número narramos algunas experiencias desde la perspectiva de paz, que parecen rendir primeros frutos, pero también incluimos algunas preguntas sobre el enorme reto que significa esta apuesta en la difícil situación del país. Historia tras historia y voz tras voz, la esperanza se asoma y convoca a quienes vivimos en México a considerarla como una auténtica posibilidad.

Iván González Vega

Académico del ITESO

Clavigero Núm. 27

La bioética como el cuidado de la vida

Periodo: febrero–abril 2023

La bioética es una disciplina en pleno auge. El sueño de Van Rensselaer Potter de que fuera un puente entre las ciencias y las humanidades es hoy una realidad que crece con muchas vertientes y también tensiones.

Sobre estas cuestiones gira este número dedicado a esa parte de la ética que intenta ofrecer pautas para la reflexión sobre la salud y la vida del planeta entero, ante la avalancha de abusos a los que la ciencia y la tecnología han dado paso.

Eneyda Suñer y Cristina Ulloa, Académicas del ITESO

Publicado: 2023-02-28

 

Contenido

Editorial
Eneyda Suñer y Cristina Ulloa
Bioética y derecho
Roberto Becerra Zavala
Bioética clínica y vulnerabilidad
Ángel Emmanuel Rangel Boccardo
Comités de ética clínica. Experiencia del Hospital de Especialidades del IMSS, Guadalajara
Jesús Humberto del Real Sánchez
Vacunas de covid-19, ¿un problema bioético?
Eneyda Suñer y Cristina Ulloa
Infografía: María Magaña
La bioética en clave social
Ricardo Páez
Imaginar una bioética global desde las aulas
Jesús Octavio Corona Ochoa
Ciencia a sorbos. Bioética de a pie
Maya Viesca Lobatón
La Pisca. Un caso de discernimiento bioético
Hernán Quezada, S.J.
Del suplemento al orgullo: una reflexión protésica
Carlos Grande
¡Lo que me preocupa es que funcione!
Ángel Sebastián Vargas López

¡Lo que me preocupa es que funcione!

Ángel Sebastián Vargas López / estudiante de Ingeniería en Biotecnología del ITESO

El camino que ha recorrido la modificación genética ha sido largo y sinuoso, empezando por la cría selectiva de cultivos y ganado durante la revolución agrícola, hasta la Modernidad, con la primera modificación genética dirigida del corte y empalme de ADN recombinante en 1973.[1] Desde que se empezó a desarrollar esta tecnología que permite seleccionar y editar genes se han establecido restricciones severas y congresos científicos que limitan la modificación genética del ser humano, tal como el congreso de Asilomar de 1975.[2]

El caso más resonante de modificación genética en humanos fue el caso de las gemelas CRISPR, Nana y Lulu, de origen chino, a las que aplicaron la técnica de modificación con el mismo nombre con la finalidad de hacerlas resistentes al VIH, la rubeola y el cólera.[3] Convenientemente, se presentó el efecto secundario de aumento de capacidades cognitivas, por lo que tuvieron mayor capacidad para aprender o formar recuerdos, según lo reportado.[4]

Del caso de las gemelas CRISPR surge la inquietud sobre la ingeniería genética y las aplicaciones al sector salud por la posibilidad de un error durante la modificación. Puede ser que se prevenga una enfermedad si cambiamos el genoma de un paciente propenso a heredarla, como, por ejemplo, el cáncer, pero también es factible que el remedio sea peor que la enfermedad.

La edición del genoma de una persona y el consiguiente beneficio de la erradicación de una enfermedad es posible, pero con una probabilidad de error muy alta. Si se toma en consideración el potencial destructivo de la modificación genética, el aspecto más terrorífico no sería el fracaso, sino el éxito rotundo sobre los mecanismos genéticos de los seres humanos.

La tecnología es una herramienta inherente a los humanos porque les brinda una ventaja sobre la naturaleza y, mientras más poder se ejerce sobre la naturaleza, más codiciada es la tecnología. Sin embargo, hay tecnologías tan poderosas que su mal uso tendría un potencial extintivo; la energía nuclear, por ejemplo.

Desechar las restricciones naturales cambiará a la humanidad, podría decirse que será su fin tal cual la conocemos. Dado que el temor más grande del ser humano es la muerte, ¿qué pasaría si no pudiéramos morir? Este se consideraría el escenario más idílico en cuanto a avance biomédico, aunque tiene una función ilustrativa: si algo tan fundamental cambia, todo nuestro sistema de valores y comportamientos lo hace también. Los postulados éticos tendrían que adaptarse a las nuevas limitantes de las personas, o a la ausencia de estas. El mundo no sería el mismo si se normaliza la modificación genética en humanos.

En este siglo puede que cambie tanto la concepción que se tiene de un ser humano como la que se tiene de la vida. El invento que podrá consolidar la teorizada convergencia entre lo digital y lo biológico son los xenobots, producto de evolución dirigida in silico a través de una supercomputadora para que presenten un comportamiento previamente programado.[5]

Se ha demostrado que mientras más autonomía tiene el ser humano sobre la naturaleza, más presa es de sí mismo. Esto deja la interrogante, ¿qué deparará la humanidad una vez se aprehenda el poder de alterar su propia genética?

 

 

[1] Ross, R. (2019, febrero 1). What Is Genetic Modification? Live Science. https://www.livescience.com/64662-genetic-modification.html

[2] Charo, R.A. (2016). The Legal and Regulatory Context for Human Gene Editing. Issues. https://issues.org/legal-and-
regulatory-context-fhuman-gene-editing/

[3] Regalado, A. (2018, noviembre 25). Chinese scientists are creating CRISPR babies. MIT Technology Review. https://www.technologyreview.com/2018/11/25/138962/exclusive-chinese-scientists-are-creating-crispr-babies/

[4] Regalado, A. (2019, febrero 21). China’s CRISPR twins might have had their brains inadvertently enhanced. MIT Technology Review. https://www.technologyreview.com/2019/02/21/137309/the-crispr-twins-had-their-brains-altered/

[5] Heaven, W.D. (2020, enero 14). These “xenobots” are living machines designed by an evolutionary algorithm. MIT Technology Review. https://www.technologyreview.com/2020/01/14/238128/these-xenobots-are-living-machines-designed-by-an-evolutionary-algorithm/

Del suplemento al orgullo: una reflexión protésica

Carlos Grande / ingeniero y filósofo

En la Antigüedad había una fuerte noción de completud en torno al cuerpo y las cosas. Lo que no estaba completo, lo inacabado, lo roto, lo mutilado, era imperfecto. No solo eso. Recordemos lo que nos dice el historiador de la estética W. Tatarkiewicz en alusión a la integritas tomista: “Ninguna cosa puede ser bella si le falta un componente esencial. Así desfigura al hombre la falta de un ojo o de una oreja, es decir, que le afea cualquier merma”.[1]

Hay aquí dos supuestos interrelacionados, uno ontológico y otro estético, sobre cómo entendemos al yo, desarrollados a lo largo de la Antigüedad y la Modernidad: lo que se basta a sí mismo no solo es, sino que hace posible su belleza. Es bello lo que es. Ahora bien, el destronamiento de la metafísica —anunciado en el “Dios ha muerto” nietzscheano— permitió la ruptura entre esencia y belleza. Ante la carencia de esencia la belleza se pone en duda. De este modo, en nuestro tiempo contemporáneo, el yo es resquebrajamiento, disgregación, multiplicidad. La identidad es todo menos unidad.

Tomemos el ejemplo de la prótesis. Entendida bajo los supuestos recién descritos, esta es, por un lado, un medio utilitario para compensar la pérdida de algún miembro; por el otro, un paliativo ante la merma estética de un cuerpo incompleto. En ambos casos, la esencia está supuesta y, por tanto, la prótesis se entiende como un suplemento. Al respecto, Derrida dice: “No se añade más que para reemplazar. Interviene o se insinúa en–lugar–de; si colma, es como se colma un vacío”.[2] Y un poco más adelante señala: “Tal es el escándalo, tal la catástrofe. Lo que ni la naturaleza ni la razón pueden tolerar es el suplemento”.[3]

¿Cómo resignificar ese “en–lugar–de”? ¿Cómo hacer carne la silicona, el metal, las láminas termoplásticas? Traicionemos la esencia: la prótesis crea al cuerpo e inventa nuevas identidades; no llena vacíos, sino que instaura posibilidades. Lo que es ajeno, extraño, otro para el cuerpo y para el yo, cuestiona, precisamente, las concepciones ético–estéticas con las que tasamos a este.

Recordemos los casos de las influencers Paola Antonini y Daniela Álvarez, quienes, debido a un accidente automovilístico y una isquemia, respectivamente, sufrieron la amputación de una de sus piernas. Tras superar los momentos difíciles, han dado muestras del orgullo con que sus prótesis forman parte de ellas. Asimismo, han forjado un compromiso social para dar apoyo a personas con movilidad reducida: Paola Antonini fundó el Instituto Paola Antonini y, por su cuenta, Daniela Álvarez lleva la Fundación Daniela Álvarez. A través de estas organizaciones no solo han dado apoyo a personas que necesitan una prótesis, sino que han creado conciencia al respecto.

Para cerrar, en contraposición del supuesto occidental de belleza hasta ahora descrito, viene a nuestra mente la concepción oriental de la misma, puntualizada por el filósofo surcoreano Byung–Chul Han: “Para la sensibilidad oriental ni la constancia del ser ni la perduración de la esencia hacen a lo bello. No son elegantes ni bellas las cosas que persisten, subsisten o insisten. […] Bella no es la presencia total, sino un aquí que está recubierto de una ausencia”.[4]

 

[1] Tatarkiewicz, W. (2007). Historia de la estética II: la estética medieval. Akal, 265.

[2] Derrida, J. (1971). De la gramatología. Siglo XXI, 185.

[3] Ibidem, 190.

[4] Han, B.–C. (2007). Ausencia. Caja negra, 53.

 

>>Conoce más en:
Historia de 6 ideas, de Wladislaw Tatarkiewicz.
El ensayo “Ventajas de tener una sola pierna”, en Correr tras el propio sombrero, de G. K. Chesterton.
• De la gramatología, Jacques Derrida.
• Ausencia, Byung–Chul Han.   

 

Un caso de discernimiento bioético

Hernán Quezada S.J. / médico, sacerdote jesuita, maestro en Filosofía Social y en Ética Teológica

Hace unos pocos años perdí a mi padre, un cáncer lo atacó y fuimos testigos del proceso que comenzó robándole su memoria y avanzó hasta hacerle imposible alimentarse. Hice uso de todas mis argucias para darle de comer, pero no tuve éxito. Cada día que pasaba, junto con su creciente merma de conciencia, sentía que perdía mi posibilidad de lograr mi objetivo, y con ello crecía mi frustración y mi miedo de perderlo.

Llegó el día en que me di por vencido; acepté que mi padre ya no podía comer y que no podía hacer más para lograrlo. Al ser médico, pero también hijo, me vi ante la necesidad, junto con mi familia, de elegir entre la opción que me planteaban algunos colegas, que me indicaban que había llegado el tiempo de realizar una “gastrostomía”. Se trata de un procedimiento técnico–quirúrgico que coloca un sistema de alimentación artificial directamente a su estómago a través de una perforación en el abdomen.

La imagen del procedimiento me causaba escalofrío, pero la idea de que mi padre pasara hambre o muriera de inanición me daba pánico. En ese momento pensé que mi elección era alimentarlo o no alimentarlo, ¿acaso podría elegir no hacerlo? Gracias a Dios, apareció otro colega, un joven geriatra que me aportó una frase clave y fundamental: “Hernán, tu papá no come porque está muriendo, pero no está muriendo porque no come”. Esta frase alivió mi carga y la de toda mi familia e iluminó mi discernimiento ético: ¿Habría de someterlo a un procedimiento invasivo para seguir alimentándolo, o tendría que acompañar pacientemente su proceso de agonía que se expresaba ya en su imposibilidad de comer? Al momento de su enfermedad mi padre ya no podía procesar alimentos, no sentía hambre; su único sufrimiento era al enfrentarse a mi miedo y frustración, que se expresaban en acciones “violentas” para alimentarlo. La elección fue obvia: lo acompañé y cuidé en sus últimos días, sin procurarle procedimientos técnicos que alargarían su vida en cantidad, pero a costa de su calidad y dignidad; tratamientos que someterían a mi familia a un agotamiento humano y financiero con la falsa consigna, en este caso, de alimentar para amar y cuidar.

La bioética, joven disciplina, ética para la vida, ha de acompañar y propiciar la buena reflexión y el discernimiento ético, ese que se encamina a buscar el bien cuando no queda claro en dónde o en qué acciones se opera. La bioética ha de escuchar a la ciencia y a la técnica, pero también ha de ponerles límites en su distorsionado deseo de mantener la vida a costa de la propia dignidad humana del enfermo y su familia. Ha de ser un referente para advertir cuando se “medicaliza” la muerte, es decir, cuando esta acontece en la inhumanidad de una sala de hospital, con el moribundo rodeado de instrumentos que prolongarán “la vida”, pero sin ningún horizonte de recuperación de la salud. La bioética también debe señalar cuando inmoralmente un paciente es privado de un procedimiento médico que le devolvería la salud porque no tiene recursos para pagarlo.

La bioética tiene que ser luz que ilumine el discernimiento y por tanto nuestras elecciones, nunca un conjunto de leyes que se aplican irreflexivamente sin considerar todos los ángulos de un problema que aqueja al ser humano y que amenaza su vida. Ha de procurar la operación del bien en las circunstancias concretas que se presentan.

 

Bioética de a pie

Maya Viesca Lobatón / Académica del Centro de Promoción Cultural y coordinadora del Café Scientifique del ITESO

¿Debería ya practicarle una eutanasia a mi perra anciana y que descanse? ¿Debería efectuarme un aborto? ¿Debería utilizar agroquímicos para maximizar el rendimiento de mi cosecha? ¿Debería comprar un nuevo celular si el mío aún está en buenas condiciones? Estas son preguntas que los ciudadanos podemos llegar a hacernos. Todas ellas son posibles porque hay alguien que investigó y desarrolló un medicamento y un procedimiento para “dormir” mascotas, practicar un aborto seguro, fabricar un agroquímico o un celular de nueva generación, y que probablemente se hizo las mismas preguntas.

Aunque en un inicio la bioética se ocupaba más de los asuntos relativos a la salud, la medicina y el medio ambiente, hoy es, en términos amplios, una interdisciplina dedicada a la reflexión y regulación de la producción de conocimiento científico y de los desarrollos tecnológicos en relación con las personas y el medio ambiente. Si bien cada vez se encuentra más profesionalizada e institucionalizada, en un mundo donde la mayor regulación la ejerce el mercado, la bioética debiera ser cada vez más, aunada a la creación científica y la producción tecnológica, un ejercicio personal y comunitario.

Hasta dónde estamos dispuestos a reflexionar es también una decisión de los ciudadanos “de a pie”. Una elección que tendría que basarse, como lo marca la discusión bioética, en información abundante, y en la medida de lo posible desprejuiciada y al margen de intereses particulares, para construir posturas sobre los grandes temas.

Difícilmente se puede pensar hoy en un desarrollo científico tecnológico que no tenga consecuencias en la salud o en la sostenibilidad, que no termine involucrando a la ciudadanía, ya sea en su papel de consumidora, de pobladora o de paciente. Trabajosamente una persona podrá tener conocimiento cabal de todos los ámbitos tecnocientíficos de tal suerte que pueda posicionarse seriamente. ¿Qué sí, entonces?

No se trata de solamente adquirir información y posicionarse de forma individual. Se trata de reconocer dónde están las discusiones o sus ausencias y participar; ubicar dónde hay o debería haber espacios ciudadanos en las organizaciones de toma de decisiones y pugnar por ellos; exigir mayor y mejor información pública, disponible y accesible sobre estos temas. Se trata de saber cómo funciona la ciencia para construir redes ciudadanas de representación y participación funcionales. Dejemos de pensar que la bioética es solo un asunto de científicos y reconozcamos que los ciudadanos de a pie también la necesitamos y debemos construirla.

Imaginar una bioética global desde las aulas

Jesús Octavio Corona Ochoa / profesor de bioética y ética de la investigación 

La enseñanza de la bioética en la universidad parece una necesidad irrefutable. En teoría, existe un consenso social sobre ciertos problemas de orden moral que son importantes para todos, pero ni en la bibliografía académica ni en los programas educativos se refleja ese supuesto consenso. ¿Cuál es el objetivo de un curso de bioética? ¿Cuáles son sus contenidos indispensables? ¿Qué enseñamos hoy los profesores de bioética y cómo elegimos? Además, ¿cuál es la bioética que nos hace falta hoy?

Mary C. Rawlinson percibe dos corrientes en la historia de esta disciplina: una bioética global y una bioética instrumentalista. La primera sería la herencia de Fritz Jahr y Van Rensselaer Potter, preocupados por la interdependencia entre todas las formas de vida y por las condiciones ecológicas que las sostienen. La segunda, más reciente, aparece como una ética tecnocientífica futurista, centrada en resolver los nuevos problemas biotecnológicos como si los viejos problemas ya estuvieran resueltos. Jahr y Potter crearon la noción “bioética” para nombrar la necesidad de incluir consideraciones éticas en la producción de conocimiento y en la aplicación de la tecnología, a fin de garantizar la salud humana global y la subsistencia planetaria. La otra bioética es la herencia de la razón instrumental, que reproduce los valores dominantes del proyecto moderno del progreso tecnocientífico, y que, por lo tanto, es incapaz de considerar sus posibles consecuencias negativas.[1]

Una bioética instrumentalista se materializaría en los programas de estudio con el objetivo de retener los cuatro principios del informe Belmont (ética principialista), en aprender una lista paradigmática de tecnologías y de dilemas asociados a la biomedicina —derechos de propiedad, manipulación genética, responsabilidad civil, clonación— con la finalidad de justificar la producción de más biotecnología. Desde esta perspectiva, un bioeticista es el profesional que asiste a los investigadores para realizar protocolos aceptables, y a los médicos para tomar decisiones basadas en principios generales, pero que es incapaz de cuestionar las actuales condiciones sociales, económicas o ambientales implicadas en “el desarrollo”.

La bioética global se plasmaría en los programas de estudio con el objetivo de transmitir la capacidad de identificar las causas sociohistóricas estructurales de cada problema, para no contentarse con el statu quo y así poder reinventar otras posibilidades de futuro. Por ejemplo, en clase, cuando hablamos de los casos emblemáticos, como la experimentación forzada con personas en los campos de concentración nazis o como el caso de Tuskegee, se buscaría superar la tendencia de tomarlos como ya resueltos, como simple información, como un dato histórico, objetivo y unívoco del que sabemos todo. En cambio, lo consideramos un suceso sociohistórico abierto a múltiples interpretaciones, un acontecimiento que conserva lingüística, política y económicamente el modo de ser de una época y nos confronta con nuestro modo de ser actual.

Quizá podamos actualizar el proyecto de la bioética global para que no se reduzca al estudio de los casos modelo en los manuales ni a entrenarse en identificar las consecuencias negativas del proyecto civilizatorio del progreso. La bioética global podría, además, implicar una cierta apertura a proyectos alternativos por medio de programas de estudio que incluyeran entre su bibliografía más autoras, con la finalidad de balancear el género en la enseñanza, o a más autores latinoamericanos y del sur global para que nos hablen de decolonialidad, de éticas del cuidado y del Antropoceno. Una ética global, así, consideraría la apertura a otras voces, valores morales y futuros, como un compromiso ético–político.

 

[1] Solinis, E. (Ed.). (2015). Global Bioethics: What for? Twentieth anniversary of UNESCO’S Bioethics Programme. París: 34. http://unesdoc.unesco.org/images/0023/002311/231159e.pdf

La bioética en clave social

Ricardo Páez / médico, profesor y tutor del Posgrado en Bioética e investigador del Programa Universitario en Bioética de la UNAM

Desde sus orígenes la bioética ha privilegiado tópicos que afectan a los países de alto ingreso, a la raza blanca, al género masculino o asuntos centrados en el ser humano. Basada en la relación médico–paciente o en un enfoque antropocéntrico, descuidó la dimensión social y ecológica. Por ejemplo, menos del 10% del trabajo de bioeticistas, antes de 1990, se enfocaba en cuestiones derivadas del 90% de los problemas relacionados con la carga global producida por las enfermedades. La bioética de índole social reflexiona sobre los valores cultivados, o no, por una salud pública que se desarrolle acorde con las necesidades de su población. Este es el caso de la salud pública en México que no puede desligarse de la diabetes ni el sedentarismo como enfermedades sociales.[1]

Uno de los problemas bioéticos de más relevancia a escala global es el acceso a los medicamentos esenciales. Un tercio de la población mundial carece de acceso a estos, y en algunos sitios la cifra se eleva al 50%. Hay un universo de asuntos interrelacionados con que se logre o no el cumplimiento de este derecho humano básico; predomina el precio fijado a los medicamentos y las políticas de producción bajo la conveniencia de la industria farmacéutica. El acceso a medicamentos genéricos, de gran importancia ante la voracidad mercantil de la industria, adolece de políticas de supervisión (farmacovigilancia) con el riesgo de efectos colaterales o de demostrar una eficacia reducida.[2] Otros factores determinantes son las políticas de distribución de medicamentos, con las vacunas contra el covid–19, que en nuestro país han dejado mucho que desear.[3]

No se puede soslayar el tema del robo de los medicamentos, sea de manera “hormiga” en las instituciones públicas de salud; franca, por el crimen organizado, o por la falsificación de estos.[4] Asimismo, ante la pobre cantidad y calidad de los servicios de salud a la población abierta, las farmacias han creado consultorios anexos que no siempre demuestran la eficacia deseada, pero cuya regulación o destierro depende de políticas adecuadas para que la población cuente con atención de su salud.

Si bien el artículo 41 bis de la Ley General de Salud señala que todo centro donde se investigue tenga un Comité de Ética Clínica en Investigación (CEI), estos requieren apoyo para evaluar con calidad los aspectos científicos y éticos de las investigaciones que lleven a cabo, como los siguientes: la pertinencia de la investigación en sí misma y frente a las necesidades locales en salud; el adecuado balance entre posibles daños ocasionados a los voluntarios y beneficios obtenidos, y el respeto a la autonomía de los sujetos al otorgar su consentimiento de manera informada y accesible.

La buena noticia es que la bioética latinoamericana se mueve en la dirección correcta, en tanto ha aumentado el enfoque de problemas que se dan fuera de lo individual. Es un movimiento lento, aun a expensas de escasas personas que trabajan en bioética para países de mediano o bajo ingreso y escriben sobre las dificultades que sufren otros colectivos.

Un aporte de la bioética social ha sido su ayuda para resistir influencias y dependencias externas que distorsionan prioridades, como la privatización de servicios. Ha evidenciado ausencias o maleficencias del estado que han debilitado la medicina pública y ha esclarecido los valores que están en juego en políticas y programas de salud pública enfocados en la prevención de enfermedades y la promoción de salud, como el cambio de estilo de vida frente a la medicalización de la vida.

Además, varios CEI funcionan por el esfuerzo extra de investigadores, expertos y la misma sociedad civil, empeñados en hacer bien su trabajo.

Lo anterior parece poco ante el tamaño de los males que nos aquejan, pero, sin duda, la labor constante, crítica y opuesta a la cosificación del ser humano o del medio ambiente genera una sociedad nueva por la que hay que apostar.

 

 

[1] Kottow, M. (2022). Bioética en Salud pública: Una mirada latinoamericana [edición Kindle]. Editorial Universitaria.

[2] Páez, R. (2018). Pautas bioéticas. La industria farmacéutica entre la ciencia y el mercado. FCE; UNAM.

[3] Tello, X. (2022). La tragedia del desabasto. Planeta.

[4] Corona C.M. (2022, 19 de octubre). Farmacovigilancia. Ponencia presentada en el Congreso de Farmacovigilancia. Tlaxcala, México.