Citlalli del Carmen Santoyo Ramos / profesora del ITESO
Jelem Naara Gómez Nery y Sofía Morales Orendain / estudiantes de la Licenciatura en Psicología del ITESO
Desde hace más de una década México vive una escalada de violencia producto sobre todo de la política criminal instrumentada desde el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa (2006–2012). Su táctica fue desarticular las células de crimen organizado, pero no solo esas células se multiplicaron, sino que sus formas de ejecución pasaron por el uso excesivo del sistema penal. El tiempo ha puesto en evidencia que este encarcelamiento masivo en realidad se dirige selectivamente a quienes ocupan rangos de menor jerarquía: hombres jóvenes, racializados y empobrecidos que se suman al crimen organizado voluntaria o coercitivamente, en un contexto de ausencia sistemática de estado de derecho, el cual en teoría debería garantizarles mejores oportunidades.
Las cárceles son ocupadas por los colectivos mayormente vulnerabilizados, estigmatizados y olvidados, que además suelen ser asociados como los perpetradores de violencia, justificando con ello su encierro; sin embargo, es menester recordar que en el entramado proceso de exclusión social la cárcel ha funcionado como un mecanismo de control, el cual es legitimado en el paradigma “resocializador”.
En este sentido, la educación para la paz tendría relevancia siguiendo la lógica de las ideologías “re”, propuestas por Eugenio Raúl Zaffaroni,[1] como rehabilitación, reinserción, resocialización o readaptación. Estas han tenido un gran impacto en la criminología por ser conceptos utópicos contraproducentes en el contexto de la pena privativa de libertad, ya que nacen de una idea de anormalidad patológica en el delincuente y se utilizan como necesidad de “curar” o “corregir”, lo cual justifica las penas carcelarias y que se lleven a cabo bajo el castigo.
Siendo conscientes de la ficción que esto representa, en el PAP “Incidencia en el sistema penitenciario” —uno de los Proyectos de Aplicación Profesional del ITESO, espacios destinados a la práctica de estudiantes por graduarse, pero sobre todo a la incidencia social desde la comunidad universitaria— se considera que la educación para la paz debería de impulsar acciones que en un primer momento conciban a las personas en cárcel como parte de la sociedad. Se trata de coconstruir junto con ellas herramientas y nuevas formas de relación, bajo modelos de reflexión, cuestionamiento y diálogo para sobrellevar el encierro.
De las personas que viven en prisión:
• El 60% son menores de 40 años.
• En 203 centros penitenciarios, el 94.3% son varones.
• De los delitos por los que se les juzgó, un 32.7% fue por robo y un 30% por homicidio.Fuente: Segunda Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad, 2021, del INEGI.
Buscar la paz en lugares etiquetados como violentos puede resultar complejo. La apuesta desde este PAP va más allá de ver la educación en contextos de encierro punitivo como una vía para lograr el objetivo de pacificación: la exploramos como una forma de deconstruir los efectos del poder punitivo que sufren las personas en prisión, como los procesos de deshumanización y deterioro subjetivo. Se busca reducir las condiciones de precarización y vulnerabilidad que han sufrido desde antes de ocupar las cárceles.
Apostar por la resolución pacífica de conflictos o un programa de cultura de paz en prisiones implica, pues, apostar por una sociedad menos punitiva y más reparadora.
[1] Zaffaroni. E. R. (2015). La filosofía del sistema penitenciario en el mundo contemporáneo. Trilce.
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