Algunas formas de vida y algunas corrientes de pensamiento nos han llevado a considerar que las personas estamos separadas de la naturaleza. El modelo económico dominante, que privilegia la acumulación de capital y el interés individual, lleva al extremo esta separación de los seres humanos con respecto a la naturaleza, hasta el punto de considerar que podemos dominar la tierra, transformarla y aprovecharla para nuestros propios intereses. Los resultados no se han hecho esperar: junto a los beneficios han surgido cambios que ponen en riesgo la vida y el futuro del planeta.
A través del tiempo se han inventado diversas explicaciones para justificar la importancia y la superioridad de los seres humanos: el desarrollo del cerebro, el uso del lenguaje, la capacidad de asociación y de organización o la creación de la cultura. Estos relatos nos hacen olvidar que la especie humana no está separada del mundo en el que vive: tenemos una relación profunda con la materia de la cual estamos hechos y con los organismos vivientes a los que nos unen relaciones recíprocas. Afortunadamente la sabiduría de algunos pueblos nos recuerda que la naturaleza y el territorio que nos parecen ajenos, incluso muertos o baldíos, son el espacio de la vida, el lugar donde podemos encontrarnos y escucharnos.
Con la mirada puesta en los desastres ambientales y en las crecientes cantidades de materia y energía que derrochamos y que ponen en riesgo a las demás especies con las cuales compartimos el mundo, quizá estamos en un buen momento para dejar de pensar en categorías duales que oponen naturaleza a cultura, hombres a mujeres, cultos a incultos, buenos a malos. Y tal vez sea necesario dar paso a una actitud contemplativa que nos lleve a descubrir, en el silencio, la relación que nos hermana con todo cuanto existe y nos convierte en cuidadoras y cuidadores del mundo que habitamos.