Olivia Guadalupe Penilla Núñez / académica del Departamento de Psicología, Educación y Salud del ITESO
En el tiempo que he podido acompañar a distintos colectivos en defensa de territorios me he percatado de algunos dolores, que no todo psicólogo clínico alcanza a escuchar.
Algunas veces, quizás por el papel social de cuidadoras, son las mujeres quienes comienzan o sostienen las luchas. En la defensa del bosque El Nixticuil ellas avanzaron primero, buscando cuidar de sus hogares y reconociendo que los 300 robles adultos, derribados en una noche, eran también parte de ellos.
Las luchas suman otro cuidado. El cuidado del otro, del colectivo, del territorio mismo, se agregan al cuidado cotidiano de la familia nuclear y extendida, de la casa, en muchos casos de quienes resultan enfermos por la devastación del ecosistema donde se vive. Este es el caso de Un Salto de Vida, quienes, tras años en la defensa de su ecosistema, ahora cuidan también de quienes enferman como producto de la contaminación del río Santiago.
En las diversas defensas, como en cualquier vida, ocurren altibajos, días buenos y otros no tanto. Pero lo que es común es el acoso que atraviesan las personas y los colectivos por parte de los diversos grupos de poder —económico y político— que sistemáticamente destruyen los hábitats. Este acoso puede ser legal, y ocurre bajo cualquier pretexto; o económico, que sucede cuando se solicita el pago de multas o sanciones. Sin embargo, el que me parece más terrible, por cotidiano e insistente, es la ruptura que generan entre vecinos, amigos y familiares.
Todo el que destruye un territorio tiene algún propósito —casi siempre es económico— que se enarbola como causa social. Se hacen casas y caminos para, supuestamente, satisfacer las necesidades de vivienda y comunicación. Se crean industrias y empresas, o incluso escuelas, por “el desarrollo” social o comunitario, y este eslogan acompaña cada destrucción. La mayoría de las veces ese discurso, que cuenta con el apoyo mediático y político, se difunde entre vecinos y comienza la polarización. Quien defiende el territorio se vuelve un ser antisocial que no quiere el desarrollo, que no quiere el bien común. Se les va dejando solos. Es frecuente que incluso se hable de malestares psiquiátricos: “Esa gente no entiende, cree que el mundo y el progreso están en su contra. Están locos”. De a poco, y con dinero de por medio, procuran aislar a quienes defienden su territorio y la vida con el objetivo de que se cansen.
El cansancio alcanza algunas veces la tristeza de perder terreno, instrumentos legales, compañeros de lucha y amigos. A veces solo se distancian porque los convencen o porque los asustan; a veces es más grave: los desaparecen o los matan.
El psicólogo clínico, como algunos familiares, en ocasiones no entiende y cuestiona qué hace en esa lucha que tanto le quita. Esta pregunta los deja más solos. Y es que es difícil transmitir que la apuesta es por la vida, que toda la energía vital está puesta en cuidarla, defenderla, preservarla. Y esta energía vital —libido, eros— es la que los une, la que los conforta y les da fuerza.
Es importante reconocer lo que se va perdiendo, sí, como es importante elaborar cualquier duelo. Solo así es posible reconocer también lo que se gana.