Juan Nepote
¿Por qué recordamos ciertos nombres y algunos paisajes, pero nos olvidamos de otros? Ese aroma, el ritmo de una canción, la textura precisa de aquella mano… ¿Qué sucede para que una sonrisa, de entre miles de imágenes que nos sitian a diario, permanezca en nuestro recuerdo? Se sabe que, regularmente, la memoria funciona como una esponja que al primer apretujón queda vacía, lista para volver a volver a empezar. ¿Es la memoria esa brújula que orienta nuestra existencia o vamos por ahí sobreviviendo gracias a la desmemoria? Hasta el momento, la mejor respuesta es una combinación de recuerdo y olvido. Quienes estudian el cerebro reconocen que la memoria es más vulnerable y flexible de lo que se pensó por los siglos de los siglos: los recuerdos son cambiantes, están sujetos a permanente edición y reescritura. La memoria se parece a la imaginación: las dos nos sitúan en un espacio y un tiempo distintos a lo que experimentamos por medio de los sentidos. Al imaginar y recordar activamos circuitos cerebrales semejantes, esa es la razón por la cual muchas de las personas con amnesia también pierden la capacidad de imaginar. Y sin embargo la memoria en realidad son varias memorias: aquellas experiencias que se conservan tan solo por fracciones de segundos, las que perduran por días, o los recuerdos bien establecidos que se convierten en habilidades, por ejemplo. Cada vez que ponemos en marcha nuestra memoria la reconstruimos, alteramos los recuerdos mezclándolos con pensamientos y deseos actuales. Los estudiosos de la memoria han descubierto eso que los poetas siempre intuyeron: tan importante es recordar como lo es olvidar: olvidamos para seguir recordando.
Lo natural es que olvidemos… pero la memoria nos inquieta tanto que nos olvidamos del olvido, a pesar de que el mejor proceder de nuestro cerebro dependa, mayoritariamente, de nuestra capacidad para olvidar. Porque construimos nuestros conocimientos a partir de la información más mínima que logramos conservar o retener: olvidar nos permite alcanzar un alto nivel de abstracción para extraer lo esencial, así que, desde las neurociencias, es posible argumentar que el olvido define la inteligencia humana. Ludwig Börne, en un libro que tuvo una gran influencia en el jovencísimo Sigmund Freud, El arte de convertirse en un escritor original (1823), sugería: “Aquí va la receta práctica prometida. Tome unas hojas de papel y durante tres días sucesivos anote, sin falsificación ni hipocresía, cualquier cosa que le pase por la cabeza. Escriba lo que piensa de usted mismo, de sus mujeres, de la guerra de Turquía, de Goethe… o del juicio final, de quienes tienen autoridad sobre usted, y al cabo de esos tres días se asombrará de los pensamientos novedosos y sorprendentes de los que ha sido capaz”.
Es posible encontrar uno de los más elocuentes ejemplos de libre asociación en los nombres de las calles, que son como fósiles que conservan una imagen de otra época como un trampolín hacia otras épocas, paisajes, ecos. Por eso George Steiner se valía de las nomenclaturas urbanas para comparar las diferentes maneras de concebir el mundo en Europa y Estados Unidos, según cómo eligen los nombres de sus calles: en las ciudades de Europa, destacaba Steiner, “los hombres y mujeres urbanos habitan literalmente en cámaras de resonancia de sus logros históricos, intelectuales, artísticos y científicos. Y es que, mientras que nuestros vecinos —en sus ciudades pensadas para recorrerlas necesariamente en automóvil— apuestan por una nomenclatura pragmática: 5ª, 3ª, Pino, Arce, Roble, Norte, Oeste, los europeos se decantan por recordar a sus ilustres antecesores en los nombres de sus caminos —pensados para recorrerlos necesariamente a pie—: Victor Hugo, Descartes, Marie Curie, Galvani, y muchas veces acompañan los rótulos de las calles con una pequeña referencia a la persona en cuestión, lo que en palabras de Steiner provoca que ‘los hombres y mujeres urbanos habiten literalmente en cámaras de resonancia de sus logros históricos, intelectuales, artísticos y científicos’”.
Olvidar es natural, pero ¿qué lugar ocupa la naturaleza en esta construcción y reconstrucción permanente de nuestras memorias colectivas? Pongamos como ejemplo el nombre de esta revista: Clavigero, palabra que resuena en mi memoria hasta formar la imagen de una finca inolvidable: esta Casa ITESO Clavigero, que se ubica en una calle que ahora se llama José Guadalupe Zuno, porque un poco más adelante encontramos la casa que se construyó aquel personaje que logró la reinauguración de la universidad pública de Jalisco en 1925, mientras era gobernador. Pero José Guadalupe Zuno no vivió en la calle José Guadalupe Zuno, sino en la calle Bosque… porque ahí donde hizo su casa desembocaba un páramo de eucaliptos llamado Bosque de Santa Eduviges, del que ahora no queda nada, apenas un eco indescifrable: la colonia “Jardines del Bosque”. Y de los nombres de la naturaleza en las calles de nuestra ciudad también se han extinto otros: Barranquitas, Acequia, Maguey, Colmena, Laurel, Galápago, Avispero, Águila, Gorrión, Olas Altas, Alacrán, Caracol, Sapo, la Calle del Gallito o la Calle de los Pericos…
Pero en Guadalajara hay una encomiable victoria de la naturaleza sobre el asfalto y los ladrillos para nuestra memoria colectiva: durante casi un siglo el límite poniente de la ciudad de Guadalajara era un edificio, de estilo neoclásico y absolutamente memorable, que ocupaba unas ocho manzanas y estaba rodeado de un jardín esplendoroso: la Penitenciaría construida a partir de 1844, por mandato del gobernador de Jalisco Salvador Antonio Escobedo, en los paradisíacos terrenos que originalmente formaban parte de la huerta del antiguo Convento del Carmen, bien dotada de árboles sembrados por los carmelitas. Con el surgimiento de las colonias Francesa, Americana, Reforma, Obrera, Villaseñor y West End en los primeros años del siglo XX, el predio de la Penitenciaría se fue dividiendo, para permitir la creación de calles para los automóviles, y finalmente todo el edificio fue derrumbado (hasta que en 1932 se inauguró la nueva sede carcelaria, la Prisión de Oblatos, allá en el oriente de la ciudad, lejos de los chalets y casonas de postal europea que fueron poblando el paisaje del poniente de la ciudad).
Pero, en un episodio insólito, se decidió que parte del terreno que había quedado liberado por la demolición de la Prisión de Escobedo se convertiría ¡en un parque! Así que en los años treinta el gobierno de Jalisco convocó a un concurso para el diseño de esa área verde, que debía llamarse Parque de la Revolución. Entre los participantes estaba un ingeniero de unos treinta años de edad que regresaba a Guadalajara luego de una estancia en Europa y Nueva York cargado de ideas sobre el paisaje: Luis Barragán, que se organizó con su hermano mayor, Juan José, para elaborar el proyecto que ganó el concurso. Además de presentar unos planos sugerentes, los hermanos Barragán entregaron un manifiesto conceptual titulado Evolución, para jugar con la fonética de las bases de la convocatoria (evolución/revolución), en el que defienden que apostarán por un “estilo moderno para la formación del mencionado parque, cumpliendo con el deber de todo arquitecto tiene de interpretar y desarrollar la arquitectura resultante de la época en que vive. Además, en el presente estudio, el estilo moderno es imprescindible … si se usaran para este objeto estilos de otras épocas, ya sea el colonial o cualquier otro estilo romántico, sería absurdo y arquitectónicamente significaría decadencia”.
Todo aquello representaba un contraste muy atractivo con las colonias vecinas al parque (Francesa, Americana, Reforma, Obrera, Villaseñor y West End), cuyas más notorias edificaciones habían sido producidas por europeos como Ernesto Fuchs (alemán), Henry Louis Choistry o Angelo Corsi (italianos) y que ahora representan algunas de las joyas de nuestra memoria colectiva que deseamos conservar; pero que en el pasado también tuvieron otro significado: cuando el presbítero Severo Díaz Galindo llegó a nuestra ciudad en 1898, proveniente de Ciudad Guzmán, encontró que:
“Guadalajara se inflexiona para emprender un descenso: va a crecer la ciudad con los apéndices que se llamaron colonias y esto marca el principio del retroceso porque, por una parte, cambia radicalmente la armonía de las construcciones que toman la forma de castillos feudales con un exterior de corredores con adornos de hojalata; de torreoncitos de medio metro de diámetro y por dentro un verdadero laberinto de angostos pasillos y piezas en desconcertante distribución; nada de patios; y solo uno que otro salón en plena oscuridad. Pero lo más lamentable es que el núcleo civilizado de la población, el que mantenía el orden y el fuego sagrado que operaba la fusión de lo más noble de iniciativas y aspiraciones al adelanto, se dispersó, se disgregó y quedó tirado en los suburbios y encastillado, para no levantarse más, a las alturas de que había descendido. (…) Estas casas son recintos cerrados, a diferencia de las casas típicas de que se componía la ciudad hasta 1900, las que se caracterizaban por tener en el centro de la construcción un patio más o menos grande en donde un sol casi perpendicular en todo el año calentaba el aire; y al calentarse ascendía, de acuerdo con la ley física de la ligereza específica de los fluidos, creando una especie de tiro como en las chimeneas, que aspiraba el aire de las habitaciones, renovándolo hasta en sus últimos rincones.
“Esto es imposible en las casas modernas, hermosas y supuestamente higiénicas de las colonias. En ellas solo es posible la ventilación y la renovación del aire por medio de los vientos que en estos climas llamados de ‘las calmas ecuatoriales’ son escasos e irregulares. Esas casas solo pueden aceptarse en la zona templada de la tierra en que todo el año soplan vientos fuertes, aún huracanados, que han permitido crear unas ciudades popularísimas, seguros de que no faltara una saludable ventilación. Si a esto agregamos la arboleda que circunda dichas residencias que determina un obstáculo a la libre circulación del aire, el problema de la higienización se agudiza hasta tal punto que el infeliz habitante se vería obligado a emplear dilatadas maniobras para obtener un resultado mediocre de salubridad. El aire confinado es aire contaminado, impropio siempre para una saludable respiración: el oxígeno se empobrece poco a poco y la humedad que proviene del riego de los jardines y de la transpiración vegetal penetra a las habitaciones, se condensa en gotas microscópicas arrastrando pequeñas impurezas y polvos generalmente salinos, creándose así un medio muy a propósito para que vivan ciertos microbios patógenos.”
Sirva este ejemplo de memoria colectiva de nuestra ciudad para no olvidar que nuestros recuerdos más bellos alguna vez fueron nuestros temores más angustiantes. Y es que la memoria también se parece a la imaginación en su voluntad por transformarse todo el tiempo, incesantemente. John Berger estaba convencido de que uno de los mayores rasgos definitorios de lo humano es nuestra capacidad para convivir con los muertos: “Yo creo que los muertos están entre nosotros”, escribió, “Los muertos no son abandonados. Se mantienen cerca físicamente. Son una presencia. Lo que crees estar mirando en esta larga vía al pasado se halla, en realidad, al lado de donde tú te encuentras”. A Patrick Deville le adeudamos el hallazgo de una potencial vacuna literaria contra el olvido: consintamos que unos ochenta y cuatro mil millones de seres humanos han poblado la Tierra. Si cada uno de nosotros se ocupara de escribir la vida de diez de esas personas, entonces “nadie será olvidado. Nadie sería borrado. Todo el mundo pasaría a la posteridad. Eso sería justicia”.