Julián Woodside / escritor y profesor del Departamento de Estudios Socioculturales del ITESO
Conservar sin elegir no es una tarea de la memoria. Lo que reprochamos a los verdugos hitlerianos y estalinistas no es que retengan ciertos elementos del pasado antes que otros —de nosotros mismos no se puede esperar un procedimiento diferente—, sino que se arroguen el derecho de controlar la selección de elementos que deben ser conservados.
Tzvetan Todorov
Maurice Halbwachs consideraba que la memoria de una sociedad se extiende “hasta donde alcanza la memoria de los grupos que la componen. El motivo por el que se olvida gran cantidad de hechos y figuras antiguas no es por mala voluntad, antipatía, repulsa o indiferencia. Es porque los grupos que conservaban su recuerdo han desaparecido”.[1] Aleida Assmann afirma que esa memoria da sustento a una identidad colectiva, la cual se construye “sobre un pequeño número de textos, lugares, personas, artefactos y mitos normativos y formativos que son circulados y comunicados activamente”.[2]
Ya desde la Antigüedad se reconocía el poder evocativo de diversas expresiones artísticas y se hacía la distinción entre memoria y reminiscencia (siendo la segunda el gesto de “traer al presente lo ausente”). Robert Rosenstone, historiador, explica que cambiar el medio con el que se escriben y transmiten los hechos del pasado “es cambiar el mensaje también”,[3] mientras que Astrid Erll, igualmente historiadora, plantea que el medio o formato que se elige para representar algo influye en el tipo de memoria que se genera sobre ello.[4] Es decir, las representaciones del pasado no solo median la memoria cultural, sino que la (re)definen.
La digitalización de lo cotidiano diluye constantemente la frontera entre memoria cultural e historia (siendo la primera mucho más volátil y maleable). Además, la lógica algorítmica detrás de cada red social y plataforma de streaming define en gran medida las dinámicas de circulación de las memorias que cada una contiene. Y si a eso agregamos que el acceso —y la posibilidad de socializar— a muchos referentes culturales depende de criterios como una suscripción, copyright o simplemente de pautas editoriales, no es difícil dimensionar lo compleja que se ha vuelto la gestión de la memoria cultural en la actualidad.
Hemos aprendido —como legado del community management— a volver atractiva nuestra cotidianidad, espectacularizando diversas memorias e identidades. ¿Y qué pasa cuando otras variables relacionadas con las industrias del entretenimiento entran en juego en el borramiento o la manipulación de memorias? Me refiero, por ejemplo, a cuando se perdió toda la música subida a MySpace antes de 2015 al realizar la migración de un servidor, o a la manera en la que las herramientas digitales han redefinido algunas dinámicas de reminiscencia colectiva (como la creación de grupos de WhatsApp o la constante negociación de los catálogos que ofrecen las plataformas de streaming).
Valdría la pena traer a colación cuando Spotify dejó de operar en Rusia, lo que impactó en varias dinámicas culturales al conflicto armado, así como la constante anulación de identidades y memorias consecuencia de criterios estéticos, discursivos y algorítmicos de cada plataforma. Es decir, hablar sobre la memoria cultural frente a un escenario mediático como este requiere problematizar su dimensión política, pues su mediación tiene importantes repercusiones en lo glocal.
La participación cultural en el ecosistema digital global ha sido muy sesgada, desigual y predominantemente occidentalcentrista. Y los referentes textuales, verbales, visuales, sonoros y performativos que en ese ecosistema habitan son los insumos con los que se está entrenando a diversos modelos de Inteligencia Artificial (IA), perpetuando así una retórica multimodal de diversas identidades con un importante sesgo. Además, esos modelos son cada vez más utilizados por artistas, comunicadores y creadores de contenido para producir nuevas representaciones.
Si bien la memoria cultural es por naturaleza descentralizada, los criterios detrás de las plataformas en las que se socializa no lo son, lo que acelera procesos de validación o invalidación de ciertas memorias por encima de otras. Pero si todo registro del pasado ha sido susceptible a ser manipulado, ¿algo ha cambiado en los últimos años? Sí, que quienes administran los referentes que permiten la circulación de la memoria cultural tienen cada vez menos relación con los contextos de quienes las viven, encarnan y circulan.
Es fundamental problematizar las repercusiones en la memoria colectiva de la normalización del uso de herramientas que permiten crear realidades apócrifas, tal como ocurre con los deepfakes y algunos modelos de IA. También habría que discutir el desarrollo de políticas públicas que respondan a las implicaciones de lo discutido a lo largo de este texto, no desde el copyright, sino desde la dimensión identitaria de la memoria cultural.
[1] Halbwachs, M. (2004). La memoria colectiva. Prensas Universitarias de Zaragoza.
[2] Assmann, A. (2010). Canon and archive. En A. Erll & A. Nünning (Eds.), A Companion to Cultural Memory Studies (pp. 97–107). De Gruyter.
[3] Rosenstone, r. a. (2006). History on Film / Film on History. Pearson Longman.
[4] Erll, A. (2010). Literature, film and the mediality of cultural memory. En A. Erll & A. Nünning (Eds.), A Companion to Cultural Memory Studies (pp. 389–398). De Gruyter.