La calle, a la que creía capaz de comunicar a mi vida sus sorprendentes recodos, la calle con sus inquietudes y sus miradas, era un auténtico elemento; tomaba en ella como en ningún otro sitio el aire de lo eventual.
André Bretón[1]
Lo primero que sucedió con la pandemia fue que se nos vedó la calle. En marzo de 2020 nos quedamos en casa, y con ello se vaciaron las calles, el espacio público por antonomasia. Poco a poco la imperante necesidad de subsistir —física y emocionalmente— abrió de nuevo la posibilidad de circularlas, pero con condiciones: cubrebocas, distancia, límites de ocupación. La calle se volvió un espacio en el que negociamos constante y conscientemente nuestra relación con la enfermedad, con la salud.
Con miedo, con indolencia, con rebeldía, con ignorancia, hemos ido retomando los trayectos cotidianos, a veces de forma más reflexiva, a veces instalados en la negación. Pero ¿acaso es algo tan inusual? A decir de la historia de las ciudades, no. Ya sea que se observen desde sus edificaciones —sus aspectos materiales— o sus relaciones sociales, las ciudades siempre se han podido “leer” desde el punto de vista de la salud. Drenajes, basura, banquetas, chimeneas, señalética, decirle salud a alguien que estornuda por la calle, son muestras de ello.
A principios del siglo pasado los dadaístas, un grupo de artistas de vanguardia, comenzaron a hacer recorridos por los lugares más banales de sus ciudades como una forma de expresión artística —o antiartística—, con la intención de remarcar la importancia de caminar como un acto estético. Para Francesco Careri, autor del libro Walkscapes, “andar es un instrumento estético capaz de describir y de modificar aquellos espacios metropolitanos que a menudo presentan una naturaleza que debería comprenderse y llenarse de significados, más que proyectarse y llenarse de cosas”.[2] Además, andar y movernos por una ciudad, en general, puede pensarse también como un acto ético, una expresión —y revisión— de nuestros valores, de los fundamentos desde los cuales tomamos decisiones.
Tras los días en casa, volver a movernos por la ciudad, observar los espacios públicos marcados con las distancias que debemos guardar, con las áreas restringidas, nos invita a releer la ciudad desde esta perspectiva. Quién puede salir a la calle, por qué lo hace, quiénes guardan distancia, quiénes tienen que atiborrarse en el transporte público, quiénes se han narrado una ciudad libre del conflicto de la salud y por qué lo han hecho.
Retomar la práctica de andar por la ciudad, de habitar el espacio público en estos tiempos, aún de pandemia, implica, invita, exige, como decía el dadaísta André Bretón, a “tomar el aire de lo eventual”, a tomar posturas y asumir compromisos desde la ética con respecto a la calidad del aire, los espacios naturales urbanos, el ruido, la desigualdad, entre otras grandes problemáticas implicadas en la salud. Y como dice Careri, no solo a llenarse de cosas —de letreros que nos pidan guardar distancia— sino de comprensiones y significados, para lo que resulta indispensable para cualquier posibilidad de subsistir en el siglo XXI una ciudadanía que maneje información tecnocientífica de calidad y que pueda construir significados a partir de ella.
[1] Citado en Careri, Francesco, Walkscapes. El andar como práctica estética, Gustavo Gili, Barcelona, 2014, p.72.
[2] Ibidem, p.20.