Salvador Ramírez Peña, SJ / Profesor del Departamento de Formación Humana del ITESO
La comunidad cristiana se inicia con el relato de unas mujeres que al buscar el cuerpo muerto de su maestro encuentran la tumba vacía. Lo primero que experimentaron fue el horror y la desesperación: ¡Han desaparecido
el cuerpo! Pero muy pronto estas mujeres percibieron en el vacío el silencio de la vida que germina. Entonces gritaron: ¡Está vivo! Su desesperación se convirtió en fuerza transformadora que las impulsó a regresar a sus comunidades para comunicar no la tristeza de la vacuidad y la derrota sino el gozo de la plenitud y la victoria. Los hombres no les creyeron. Fueron a verificar la certitud de ese relato. Llegaron a la tumba y no encontraron a nadie, tan solo vieron en el suelo el lienzo que días atrás había envuelto el cuerpo inerte del maestro. Quedaron pasmados. Nuevamente, las mujeres los sacaron de sus inercias volviendo a gritar: ¡Está vivo! El vigor del testimonio de estas mujeres que supieron percibir vida donde ellos no veían nada los transformó, y juntos, en comunidad, continuaron las mismas prácticas vitales del maestro: sanaron, perdonaron, incluyeron, compartieron; prácticas que siguen vigentes hasta el día de hoy en las comunidades que pretenden ser cristianas.
Este mismo vigor lo encuentro en el testimonio de muchas mujeres que van germinando vida ahí donde se encuentran: mujeres que no se dejan definir por el silencio y el temor, sino que gritan: “¿Dónde están?” “¡Ni una más!” “¡Yo sí te creo!” “¡A mí también!” Gritos que nos van sacando de nuestras inercias y que nos van impulsando a abrirnos a vivir de otra manera.