Luis Ignacio Román Morales / académico jubilado del Departamento de Economía, Administración y Mercadología del ITESO
Querámoslo o no, para bien o para mal, vivimos globalmente en una lógica económica capitalista, a la que eufemísticamente denominamos “economía de mercado”. ¿Qué significa esto? Básicamente, que gran parte de los satisfactores que necesitamos o que deseamos los adquirimos a través de intercambios mediados por el dinero. El mundo parece ser un gran planeta de mercancías, cada una con su precio, y para poder acceder a ellas necesitamos el dinero para pagarlas. Las diversas formas de economías alternativas, como la economía social y solidaria, pueden ejercer acciones de mitigación o de búsqueda de métodos distintos, pero siempre nos insertamos en uno o varios de los mercados de bienes y servicios, de trabajo, de dinero o de capitales. Por lo tanto, el dinero es el referente básico para participar en la mayor parte de las actividades económicas.
Paradójicamente, el dinero físico es una especie que inexorablemente se encuentra en proceso de extinción. El uso de monedas, billetes e inclusive tarjetas de crédito o débito es cada vez menor —no se diga los paleolíticos cheques— y es sustituido por instrumentos no tangibles, esencialmente el dinero electrónico.
El problema es que, en este mundo de la virtualidad, el 36.3% de la población permanece en pobreza, un 7.2% es vulnerable por ingresos inferiores al costo de la canasta básica, y otro 29.4% por carencias sociales. Todavía no podemos subsistir con alimentos, ropa, medicamentos o vivienda virtuales.
Si el dinero es cada vez más necesario y simultáneamente inmaterial, se torna inevitable que incluso la población que se encuentra en condiciones sociales más precarias se integre a los sistemas financieros formales. Pagar con medios electrónicos requiere que compradores y vendedores tengan cuentas bancarias y dispositivos electrónicos —principalmente celulares— para efectuar y recibir los pagos.
Lo anterior representa una extraordinaria oportunidad de negocio para los oligopolios financieros y de los servicios de comunicación, favoreciendo todavía más la extrema concentración de la riqueza en México, a partir de una nueva gran generación de clientes de bajos ingresos. Igualmente favorece la pérdida de redes comunitarias de producción, distribución, de intercambios y de consumo local.
FINANCIARIZACIÓN: es el proceso de ampliación gradual de las transacciones económicas, mediadas por una instancia financiera. Implica un uso creciente de recursos que no necesariamente están sustentados en un ingreso previo, sino en deuda (por ejemplo, tarjetas de crédito).
La financiarización extrema de las comunidades y sociedades parece ser inevitable, pero… ¿existen formas de que tal financiarización redunde en beneficio de las comunidades y no de las ganancias oligopólicas? Es aquí cuando los modelos de organización comunitaria, e inclusive la acción pública, pueden convertirse en un contrapeso significativo a la concentración de los mercados. Desgraciadamente, han existido diversas experiencias dolorosas de fraudes efectuados por empresas que adquirieron la denominación de cajas populares y que han derivado en grandes desfalcos para decenas de miles de personas.
Las cajas de ahorro auténticamente populares, fuertemente vigiladas por los propios beneficiarios y con una capacidad regulatoria eficiente por parte del estado pueden convertirse en mecanismos de inclusión financiera que simultáneamente operen en favor del desarrollo. Pero no basta con la etiqueta “social” o “popular”, la eficiencia, operatividad, construcción de confianza, intervención social, sustentabilidad financiera y —simultáneamente— una forma de acción sostenible, no empobrecedora para los deudores, responsable conforme a sus circunstancias socioeconómicas, serían requisitos básicos, complejos y que requerirían de un fuerte apoyo social y protección frente a los grandes corporativos financieros.
Por otra parte, la banca pública tiene evidentemente un papel que cumplir. En este caso se requeriría de una función no depredadora de la banca social local, que permitiera captar recursos amplios, pero cuyos beneficios fuesen reinvertidos en favor de las propias comunidades. El interés público debería implicar el establecimiento de límites a los intereses privados de las grandes instituciones financieras, dado el riesgo de despojo masivo del patrimonio económico que aún se mantenga en las comunidades y familias.
Huelga decir que por parte de la banca pública y de las instituciones de economía social se vuelven imprescindibles la transparencia y la rendición de cuentas, así como tasas de interés moderadas y la operación con base en prioridades sociales, y no en prácticas clientelares de control político. Estas son condiciones esenciales para su buen funcionamiento, parecen utópicas, pero frente a la inevitabilidad de la financiarización se requiere impedir que esta opere en favor de grandes utilidades para unos cuantos y en contra de la historia, la cultura y el patrimonio de las poblaciones.