Ana María Vázquez / académica del ITESO
Como signo de nuestros tiempos, la movilización liderada y sostenida por las juventudes se nutre de emociones: expresan y articulan de manera única energía, poder, creatividad y libertad. Desde su indignación y enojo hacia las instituciones de autoridad rígida —como el estado, la monarquía, la iglesia y las universidades— exponen problemas policríticos y retorcidos y exigen cambios sistémicos;[1] reúnen la no violencia y el optimismo en una estructura de liderazgos múltiples, orientándola a la incidencia política de alcance regional. Pero, también, en algunos casos, la movilización y la organización social enfrentan la represión, la vigilancia, la desaparición y la muerte: ¿cómo actúan las juventudes en estos contextos? ¿Cómo hacen sentido de las emociones que circulan al interior y entre ellos?
En el contexto mexicano de violencia crónica la acción social requiere de un impulso cuyo motor son las emociones. Analizarlas en los movimientos juveniles nos enseña cómo operan en todos nuestros procesos de interacción, educativos y de acción política, y permite diseñar mecanismos para transferir las experiencias de unos entornos a otros.
La sociología ha buscado antes explicar la organización social a partir del comportamiento humano, profundizando poco y solamente a veces en los significados y las emociones que acarrea. Ahora, de la mano de la Pedagogía de la Incomodidad,[2] podemos afirmar que al incorporar las emociones —individuales, del grupo y de otros— en el análisis, se potencia la acción y la formación para la justicia social. Formar en y con las emociones es una apuesta política colectiva, cuyo punto de partida es el compromiso y la apertura de las y los participantes para identificar sus historias, privilegios y motivaciones. Trabajar desde las emociones requiere, además, el acompañamiento de pares y facilitadoras/es que cuiden el balance entre seguridad emocional e incomodidad.
Los movimientos sociales y de protesta, especialmente los que congregan juventudes, son un recurso de acción colectiva que aprovecha las crisis y complejiza la agenda política, social, económica, cultural y ambiental. Además de conocer por qué se movilizan, analizarlos requiere reflexionar sobre los recursos emocionales en el proceso y cómo pueden sostenerse desde las universidades.
Asegurar el diálogo colectivo en presencia de las emociones implica también retos: ¿cuáles serán las pautas para acoger ideas o textos con una orientación política o una ontología emocional distinta a la del grupo? ¿Qué acuerdos se tomarán para evitar la “cancelación” y avanzar en el aprendizaje? Un paso es recordar que, en buena medida, el interés que mueve al grupo surge de la capacidad y el compromiso de sus integrantes en conectar emocionalmente con otras y otros, y que resguardar y dar espacio a una amplia gama de emociones permitirá transitar de un proceso formativo de incomodidad a uno de esperanza.[3]
[1] Buchanan, R. (1992). Wicked Problems in Design Thinking. Design Issues, 8(2), pp. 5–21. https://bit.ly/4eCFFub
[2] Walker, J., & Palacios, C. (2016). A pedagogy of emotion in teaching about social movement learning. Teaching in Higher Education, 21(2), pp. 175–190. https://bit.ly/3XFZt9v
[3] Freire, P. (1992). Pedagogía de la esperanza: una revisión de la pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.