Hernán Quezada S.J. / médico, sacerdote jesuita, maestro en Filosofía Social y en Ética Teológica
Hace unos pocos años perdí a mi padre, un cáncer lo atacó y fuimos testigos del proceso que comenzó robándole su memoria y avanzó hasta hacerle imposible alimentarse. Hice uso de todas mis argucias para darle de comer, pero no tuve éxito. Cada día que pasaba, junto con su creciente merma de conciencia, sentía que perdía mi posibilidad de lograr mi objetivo, y con ello crecía mi frustración y mi miedo de perderlo.
Llegó el día en que me di por vencido; acepté que mi padre ya no podía comer y que no podía hacer más para lograrlo. Al ser médico, pero también hijo, me vi ante la necesidad, junto con mi familia, de elegir entre la opción que me planteaban algunos colegas, que me indicaban que había llegado el tiempo de realizar una “gastrostomía”. Se trata de un procedimiento técnico–quirúrgico que coloca un sistema de alimentación artificial directamente a su estómago a través de una perforación en el abdomen.
La imagen del procedimiento me causaba escalofrío, pero la idea de que mi padre pasara hambre o muriera de inanición me daba pánico. En ese momento pensé que mi elección era alimentarlo o no alimentarlo, ¿acaso podría elegir no hacerlo? Gracias a Dios, apareció otro colega, un joven geriatra que me aportó una frase clave y fundamental: “Hernán, tu papá no come porque está muriendo, pero no está muriendo porque no come”. Esta frase alivió mi carga y la de toda mi familia e iluminó mi discernimiento ético: ¿Habría de someterlo a un procedimiento invasivo para seguir alimentándolo, o tendría que acompañar pacientemente su proceso de agonía que se expresaba ya en su imposibilidad de comer? Al momento de su enfermedad mi padre ya no podía procesar alimentos, no sentía hambre; su único sufrimiento era al enfrentarse a mi miedo y frustración, que se expresaban en acciones “violentas” para alimentarlo. La elección fue obvia: lo acompañé y cuidé en sus últimos días, sin procurarle procedimientos técnicos que alargarían su vida en cantidad, pero a costa de su calidad y dignidad; tratamientos que someterían a mi familia a un agotamiento humano y financiero con la falsa consigna, en este caso, de alimentar para amar y cuidar.
La bioética, joven disciplina, ética para la vida, ha de acompañar y propiciar la buena reflexión y el discernimiento ético, ese que se encamina a buscar el bien cuando no queda claro en dónde o en qué acciones se opera. La bioética ha de escuchar a la ciencia y a la técnica, pero también ha de ponerles límites en su distorsionado deseo de mantener la vida a costa de la propia dignidad humana del enfermo y su familia. Ha de ser un referente para advertir cuando se “medicaliza” la muerte, es decir, cuando esta acontece en la inhumanidad de una sala de hospital, con el moribundo rodeado de instrumentos que prolongarán “la vida”, pero sin ningún horizonte de recuperación de la salud. La bioética también debe señalar cuando inmoralmente un paciente es privado de un procedimiento médico que le devolvería la salud porque no tiene recursos para pagarlo.
La bioética tiene que ser luz que ilumine el discernimiento y por tanto nuestras elecciones, nunca un conjunto de leyes que se aplican irreflexivamente sin considerar todos los ángulos de un problema que aqueja al ser humano y que amenaza su vida. Ha de procurar la operación del bien en las circunstancias concretas que se presentan.