Claudia G. Arufe Flores / docente investigadora del Departamento de Psicología, Educación y Salud del ITESO
El concepto de cuidado ha evolucionado en su significado, por lo que es necesario tener claro a qué se refiere para ser conscientes de cómo lo enseñamos y aprendemos. Este término surgió en Italia a mediados del siglo XIX con las contribuciones de Florence Nightingale al campo de la enfermería, refiriéndose a las acciones dedicadas a la atención de los pacientes.
En los años setenta del siglo XX, en Estados Unidos, otra enfermera, Jean Watson, planteó la necesidad de superar el paradigma técnico y desarrolló una visión humanista del cuidado, centrándolo en la persona. Posteriormente, en la década de los ochenta, Carol Gilligan, feminista, filósofa y psicóloga estadounidense, impulsó la ética del cuidado. Esta perspectiva llevó el término al campo socioeducativo y moral, enfatizando la preocupación por el bienestar de los demás y el cuidado de los otros.
En 2002 el teólogo brasileño Leonardo Boff publicó El cuidado esencial, libro en el que destacó una visión amplia del cuidado, promoviendo una actitud amorosa y protectora de la realidad personal, social y ambiental. Según Boff, el cuidado comprende tres dimensiones inseparables: el cuidado de uno mismo, de los otros y de lo otro.
Cómo hemos aprendido el cuidado
La manera en que hemos aprendido a protegernos desde pequeños no siempre se apega a esta evolución conceptual del término. Por lo menos en la cultura mexicana, cuando uno es niña, niño o adolescente, hay una palabra que escuchamos de manera recurrente: “¡cuidado!”. Desde temprana edad aprendemos a estar atentos principalmente a los peligros que representan las personas, los animales y las cosas. Parece, entonces, que el cuidado se limita a tomar acciones preventivas para evitar fatalidades en distintos niveles: “cuida tus dientes”, “cuida lo que comes”, “cuida lo que dices”, “cuida que no te toquen de manera inapropiada”.
Por otro lado, en menor medida, también hemos escuchado “cuida a tu hermano”, “cuida tus cosas”, “cuidemos el planeta”. Estas frases suelen expresarse como órdenes, con una consecuencia negativa implícita si no se obedece.
De esta manera, en la infancia y la adolescencia hemos aprendido que el cuidado cumple una función de prevención y preservación, y esto no está mal, pero sí incompleto. Aprender a cuidarse implica, además, desarrollar actitudes amorosas orientadas a la protección, la procuración de bienestar y a actuar con justicia y conciencia. Por lo tanto, en estas etapas se debe garantizar el entendimiento de que el cuidado no solo se trata de mantenerse sano y salvo, sino de construir relaciones de confianza y espacios que favorezcan el desarrollo integral de uno mismo, de los demás y todo lo que nos rodea.
Aprender a cuidarse: retos que enfrentan las niñas, los niños y los adolescentes
Los elementos más importantes que deben estar presentes en los aprendizajes del cuidado en los primeros años de vida incluyen el acompañamiento, el acceso a la información, el sentido de identidad y pertenencia a la comunidad y al territorio, las condiciones de espacios seguros y la construcción colectiva de culturas de paz. No obstante, la realidad actual resulta cada vez más compleja y retadora.
Los adultos debemos prepararnos para acompañar desde la infancia y la adolescencia, ayudándoles a aprender a cuidarse en contextos hostiles que ponen en riesgo su desarrollo humano. Entre estos desafíos destacan la fragilidad de la salud mental, la alta vulnerabilidad de ser víctimas de violencias tanto en espacios físicos como virtuales, la falta de opciones para una nutrición adecuada, el exceso de horas frente a las pantallas y la falta de espacios públicos. Los retos están ahí, ¿qué tanto nos prepararemos para hacerles frente?
>>Conoce más en:
https://pedagogiadeloscuidados.intered.org/es/