Cambiar el sentido del desarrollo

Octavio Rosas Landa R. / profesor del área de Economía Política de la Facultad de Economía, UNAM, e integrante del Comité Ejecutivo del Programa Nacional Estratégico “Conocimiento y gestión en cuencas del ciclo socio–natural del agua, para el bien común y la justicia ambiental” del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología orr@unam.mx

En 1911 Joseph Schumpeter planteó al desarrollo económico como problema específico de la ciencia económica.[1] Para desentrañar su significado —decía— había que hacer a un lado preconcepciones que podrían imprimirle un carácter “metafísico” a sus determinaciones y nos alejarían de su orientación verdadera. Una vez hecho esto, permanecerían dos hechos significativos: primero, que la historia revela continuamente mutaciones en el estado de las cosas, especialmente en la sociedad, y segundo, que el paso de una situación histórica determinada a otra es un problema que debe ser explicado, lo cual hace de la historia el esfuerzo científico por registrar y explicar, valga la paradoja, la continuidad de esos cambios.

Desde entonces, el debate científico y político sobre el desarrollo ha permeado toda la vida social. El término se usa, por ejemplo, para describir las etapas de maduración de los individuos y, en economía, es resultado del proceso de crecimiento de las naciones, por el que alcanzan y superan etapas, trazan trayectorias de progreso (término de enorme carga ideológica), hasta alcanzar un nuevo estado que las coloca dentro o fuera de categorías como “primer mundo”. Penetró tanto la noción de desarrollo (cambio cualitativo de la vida social) como resultado lógico del crecimiento (acumulación cuantitativa de riqueza a través de innovaciones técnicas), que se convirtió en aspiración moral y sinónimo de modernización.[2] Hoy, el éxito o fracaso de un gobierno se mide por el crecimiento económico alcanzado, independientemente de si éste conduce a la equidad o al cumplimiento de los derechos humanos.

La aplicación práctica de la idea de que el crecimiento inducido por el progreso tecnocientífico conduce al desarrollo detonó el mayor incremento de la riqueza social de la historia humana, pero también a la emergencia y combinación de varias de sus peores pesadillas: continuas crisis de sobreproducción, deuda y especulación, polarización social y económica, degradación ambiental, destrucción cultural, corrupción sistémica, violación de derechos humanos y, como agudamente señaló Gunder Frank, el desarrollo del subdesarrollo: la profundización y complejización de la miseria social y nacional.[3]

Durante el último siglo, el capitalismo mexicano promovió estrategias para alcanzar ese crecimiento, primero mediante la articulación de cadenas productivas nacionales y el mercado interno, y después, a partir de la reorientación productiva al mercado mundial, el libre comercio y la desregulación laboral y ambiental. A su modo, cada uno de estos modelos estimuló procesos distorsionados de industrialización, urbanización, desarrollo de megaproyectos de infraestructura, deforestación, descampesinización, reconversión productiva, privatización y desnacionalización de la estructura productiva nacional; también toleraron la pérdida de ecosistemas y fuentes de agua, de nuestra soberanía alimentaria, laboral, hídrica y ambiental, conflictos socioambientales, fragmentación regional, pobreza y exclusión económica y social de la mayoría, el éxodo migratorio hacia Estados Unidos, el surgimiento de regiones de emergencia ambiental y sanitaria, el aumento de enfermedades crónico–degenerativas, la violencia contra mujeres, jóvenes y pueblos originarios, así como la expansión de la criminalidad organizada, corporativa y de Estado con su onerosa carga de impunidad.

Salir de este infierno exige redefinir el proyecto nacional y sus prioridades, la reformulación del concepto de desarrollo y de las políticas de Estado que se aplican para alcanzarlo, de modo que no se le reduzca al incremento del consumo como indicador, mientras el consumo mismo colabora ciegamente ratificando la destructividad del actual modelo productivo y financiero que destruye, en contraparte, a los consumidores y a sus condiciones vitales de existencia. Un elemento central de esa redefinición será la creación de nuevas prácticas productivas, afectivas y éticas en los sujetos sociales involucrados para que éstos enderecen la ruta. Si el cambio ha de conducirse en sentido opuesto a la catástrofe, los sujetos deberán producir soluciones a los problemas nacionales proyectándolas como bien común, dando viabilidad al florecimiento de todos desde el principio de koinonía (cuidado mutuo) y no a la apertura de campos de negociación entre intereses privados, porque en ello se nos irá, materialmente, la vida.

 

 

[1] Schumpeter, J., The Theory of Economic Development: An Inquiry into Profits, Capital, Credit, Interest, and the Business Cycle. Transaction Publishers, Cambridge, 1983 [1911].

[2] Rostow, W.W., The Stages of Economic Growth: A Non–Communist Manifesto. Cambridge University Press, Cambridge, 1997 [1960].

[3] Frank, Gunder A., “El desarrollo del subdesarrollo”, en Pensamiento Crítico, núm.7, agosto de 1967, pp. 159–172.